miércoles, 27 de noviembre de 2013

La simple y fea verdad


El gran problema del colectivismo es que es pandémico. Es una pandemia psicológica, a la que estamos sujetos todos los humanos. Tenemos una necesidad emocional de no querer ver la realidad política tal y como es.

Esta realidad política es, en cierto sentido, fácil de entender. Comienza con una idea simple: Un individuo es un individuo. Cuando se agrupan, las reglas de su comportamiento no cambian. El grupo no se vuelve una nueva entidad. Los individuos no somos células. No actuamos únicamente por impulsos biológicos. Tenemos voluntad. Y eso lleva a la segunda idea simple: Un grupo de personas es sólo eso, un grupo de personas. Una sociedad no es un organismo. Es, por suerte o por desgracia, sólo un grupo de personas. No existe tal cosa como la "voluntad colectiva". Sólo los individuos actúan con voluntad.

Otra realidad innegable: El Estado no es más que un conjunto de personas que tienen en vigor, un monopolio auto proclamado sobre la violencia autorizada. Desde el más anarquista hasta el más totalitario deben aceptar este concepto innegable. El Estado no es más que un monopolio autorizado de coerción, de violencia y amenaza de violencia en un determinado territorio. Nada más.

A este territorio le decimos ciudad, distrito, provincia, nación, continente. Y al grupo de personas que la habitan le decimos 'sociedad'. Pero no es más que un grupo de personas que viven en esa área geográfica, bajo ese monopolio, bajo ese grupo de matones que les dicen qué hacer. Y si no les gustan las reglas impuestas por esos individuos con poder, siempre pueden irse. O al menos intentarlo.

Uno puede tener posiciones muy distintas ante esta realidad, pero es la realidad. Los matices varían de lugar en lugar, de tiempo en tiempo, pero sigue siendo la misma realidad: todos somos individuos con diferentes grados de poder. El Estado no es más que un grupo de individuos organizados para mantener mediante la violencia determinado orden político. Algunos lo considerarán un mal necesario, otros una perversión inaceptable. Pero lo intelectualmente honesto, primero, es reconocer esa realidad. Es admitir que las fronteras, la 'representación política', el 'interés común' y la tan repetida mentira que dice que 'el Estado somos todos'... son todas falacias culturales, mentiras que perduran de generación en generación, sin otro respaldo concreto que no sea el de la amenaza de violencia.

En esto deben coincidir todas las personas honestas, buenas y malas, extremistas y tibias, desde anarquistas hasta totalitarios. Sin embargo, muchos tratan de justificar al Estado en alguna noción de 'contrato social' que no pasa de ser un cuento para niños. Y es tan humillante para muchos admitir que que todo era un cuento, que seguirán repitiendo los mismos versos, enseñándolos a la próxima generación. Les da comodidad. Les da un falso sentido de dignidad. Les ahorra el esfuerzo de ir contra sus prejuicios tribales, su mentalidad colectivista. Les hace sentir que son parte de algo más grande y poderoso que ellos mismos.

Es mucho más fácil que admitir la dura realidad: el control que tienen sobre los hombres y mujeres que mandan en sus vidas es insignificante. No son libres. No han conocido la verdadera libertad. Sus padres no lo fueron, sus abuelos no lo fueron, y ellos mismos nunca lo han sido. No se percatan de ello hasta que se acercan lo suficiente a los barrotes de la jaula y, una vez que los descubren, es muy conveniente creer que los barrotes no existen.

La ignorancia es dicha. El autoengaño es dicha. Pobre de aquel que no pueda autoengañarse otra vez. Es muy difícil que llegue a ser absolutamente feliz.

Pero al menos no será un tonto.