Ideas de Libertad
mirando a la vida en la cara... con gafas de individuo...
miércoles, 27 de noviembre de 2013
La simple y fea verdad
El gran problema del colectivismo es que es pandémico. Es una pandemia psicológica, a la que estamos sujetos todos los humanos. Tenemos una necesidad emocional de no querer ver la realidad política tal y como es.
Esta realidad política es, en cierto sentido, fácil de entender. Comienza con una idea simple: Un individuo es un individuo. Cuando se agrupan, las reglas de su comportamiento no cambian. El grupo no se vuelve una nueva entidad. Los individuos no somos células. No actuamos únicamente por impulsos biológicos. Tenemos voluntad. Y eso lleva a la segunda idea simple: Un grupo de personas es sólo eso, un grupo de personas. Una sociedad no es un organismo. Es, por suerte o por desgracia, sólo un grupo de personas. No existe tal cosa como la "voluntad colectiva". Sólo los individuos actúan con voluntad.
Otra realidad innegable: El Estado no es más que un conjunto de personas que tienen en vigor, un monopolio auto proclamado sobre la violencia autorizada. Desde el más anarquista hasta el más totalitario deben aceptar este concepto innegable. El Estado no es más que un monopolio autorizado de coerción, de violencia y amenaza de violencia en un determinado territorio. Nada más.
A este territorio le decimos ciudad, distrito, provincia, nación, continente. Y al grupo de personas que la habitan le decimos 'sociedad'. Pero no es más que un grupo de personas que viven en esa área geográfica, bajo ese monopolio, bajo ese grupo de matones que les dicen qué hacer. Y si no les gustan las reglas impuestas por esos individuos con poder, siempre pueden irse. O al menos intentarlo.
Uno puede tener posiciones muy distintas ante esta realidad, pero es la realidad. Los matices varían de lugar en lugar, de tiempo en tiempo, pero sigue siendo la misma realidad: todos somos individuos con diferentes grados de poder. El Estado no es más que un grupo de individuos organizados para mantener mediante la violencia determinado orden político. Algunos lo considerarán un mal necesario, otros una perversión inaceptable. Pero lo intelectualmente honesto, primero, es reconocer esa realidad. Es admitir que las fronteras, la 'representación política', el 'interés común' y la tan repetida mentira que dice que 'el Estado somos todos'... son todas falacias culturales, mentiras que perduran de generación en generación, sin otro respaldo concreto que no sea el de la amenaza de violencia.
En esto deben coincidir todas las personas honestas, buenas y malas, extremistas y tibias, desde anarquistas hasta totalitarios. Sin embargo, muchos tratan de justificar al Estado en alguna noción de 'contrato social' que no pasa de ser un cuento para niños. Y es tan humillante para muchos admitir que que todo era un cuento, que seguirán repitiendo los mismos versos, enseñándolos a la próxima generación. Les da comodidad. Les da un falso sentido de dignidad. Les ahorra el esfuerzo de ir contra sus prejuicios tribales, su mentalidad colectivista. Les hace sentir que son parte de algo más grande y poderoso que ellos mismos.
Es mucho más fácil que admitir la dura realidad: el control que tienen sobre los hombres y mujeres que mandan en sus vidas es insignificante. No son libres. No han conocido la verdadera libertad. Sus padres no lo fueron, sus abuelos no lo fueron, y ellos mismos nunca lo han sido. No se percatan de ello hasta que se acercan lo suficiente a los barrotes de la jaula y, una vez que los descubren, es muy conveniente creer que los barrotes no existen.
La ignorancia es dicha. El autoengaño es dicha. Pobre de aquel que no pueda autoengañarse otra vez. Es muy difícil que llegue a ser absolutamente feliz.
Pero al menos no será un tonto.
sábado, 19 de octubre de 2013
Explotación
Muchos socialistas nos acusan a los libertarios de creer que los empresarios son siempre buenos. Que no están guiados por el interés egoísta de maximizar la ganancia y que no explotan nunca a los trabajadores. Que todos los empresarios son visionarios altruistas que simplemente quieren beneficiar a la sociedad toda. Y no queridos, no pensamos eso. Ni Ayn Rand pensaba eso.
A diferencia de la propaganda socialista más básica, el mundo según los liberales no es en blanco y negro, ni lo vemos clasista o colectivistamente. ¿Los empresarios son siempre buenos? Para nada. Tampoco siempre malos. Algunos empresarios son hijos unos tremendos hijos de puta, otros samaritanos filántropos y hay mucha escala de gris en el medio. Cada individuo es único y su vida está cargada de matices
Algo sí es cierto... el 99.9999% de los empresarios quiere maximizar sus ganancias, pero eso no tiene nada de malo. El trabajador también quiere ganar más por menos horas y menos intensidad de trabajo; tampoco es malo. Eso nunca cambiará. No se puede crear el Hombre Nuevo. Todas las personas tenemos intereses propios que nos guían, incluso cuando nuestro interés es ayudar a otros. El problema no son las intenciones sino el poder para llevarlas a cabo.
Por eso los Estados son tan peligrosos, porque también se componen de individuos con intereses propios, como el empresario o el trabajador, pero con inmensísimo poder para imponerse. Admito que entre el político, el empresario y el trabajador asalariado el último es el más vulnerable y más cagado por el poder, pero la solución más ingenua que se te puede ocurrir es darle más poder a algunos políticos para que lo usen en defensa de los trabajadores. Es muy, muy ingenuo. Y no hay que saber demasiado de Historia para ver que el poder político suele venderse al mejor postor, que abundan las alianzas perversas entre gobiernos demasiado poderosos y corporaciones amigas.
Lo que no entienden los socialistas es que el gran mérito del libre mercado es que fragmenta el poder y lo fuerza a distribuirse mejor, porque la toma de decisiones está altamente descentralizada. ¿Significa que el empresario deja de tener una alta cuota de poder personal? No. Pero se ve reducida (y puede hasta perderla toda) en la competencia con otros. No es que en el libre mercado muchos empresarios no quieran explotar trabajadores... es que no pueden. El gran éxito del mercado, potenciado en la medida en la que es más libre, no es haber desaparecido al egoísmo y la ambición - imposible - sino hacerlos inofensivos y hasta productivos. En contraste, el gran desastre del estatismo es darle poderosas armas a la ambición de algunos para que las usen contra otros.
En ese sentido, los libertarios aborrecemos la explotación, pero la diagnosticamos de otra forma. Cada vez que hablamos de corporativistas, pseudo-empresarios que usan al Estado para sostenerse y reducir a la competencia, estamos hablando de explotadores. Lo son porque aprovechan ese privilegio para ofrecer poco a sus trabajadores, extorsionar consumidores y parasitar a los contribuyentes. En ese sentido sí vemos algo parecido a una oposición de "clases sociales", porque esa es la única distinción de clases que nos importa: la que hay entre los privilegiados y los perjudicados por el Estado.
El problema de la izquierda es que ve un mundo de clases sociales perfectamente definibles (no lo son) y que sólo tienen contradicciones entre sí.... que nunca cooperan. Pero el mundo no es así, la Historia ha demostrado que no es así y, como dije más arriba, no hay que saber de Historia para entender que los empresarios no son malvados, tiránicos e inhumanos "cerdos capitalistas". No importa cuánto lo repitan los panfletos y consignas de la izquierda, seguirá sin ser verdad.
Al final del día, los liberales como yo (o bleeding-heart libertarians) y los socialistas coincidimos en algunas cosas claves. Creemos que un factor importante para decidir qué instituciones tener es mirar cuánto benefician a los pobres y vulnerables. Creemos que buena parte de la pobreza y la marginalidad de hoy (o la ausencia de progreso) se deben que determinados grupos de poder se han beneficiado a costa de la vulnerabilidad de otros, y en su perjuicio. Llamémosle explotación.
¿Dónde se diferencian un liberal y un socialista? En que diagnosticamos de maneras muy distintas quiénes son esos actores explotadores, por qué métodos lo consiguen y cómo solucionarlo. Para nosotros, quienes explotan lo hacen siempre valiéndose del Estado, de forma directa o indirecta, y la mejor manera de solucionar esto es fragmentando su poder, sometiéndolo a la libre competencia, a la "democracia" descentralizada del mercado... un sistema en el que finalmente no impere la ley del más fuerte sino la protección de los derechos básicos de todos los individuos.
Un estatista, en cambio, considera que la única forma de vencer esos poderes explotadores es acrecentar el poder del Estado, el cual por alguna razón ve como antagónico de los mismos. Y cuando la experiencia le demuestra que no es así, que el poder de coercionar suele ser vendido al mejor postor (económico o político) entonces pasan su vida intentando conseguir que las personas que piensan como ellos (los "buenos", los "honestos", los verdaderos "representantes del pueblo") destronen a la élite gobernante y usen sabia, responsable e incorruptiblemente esos poderes extraordinarios que ellos creen que debe tener el Estado. No entienden de descentralización de decisiones, ni de negociación, ni de complejidad... sólo entienden el poder. Y ese poder debe ser acumulado, centralizado y puesto en manos de una élite de héroes que sabrán dirigir a la sociedad.
Esa inmadurez es central en la hegemonía cultural estatista de hoy. Por supuesto que todos los liberales nos oponemos fervientemente a ella. Y nos oponemos porque nos importan los más vulnerables en la sociedad.
martes, 27 de agosto de 2013
Marx nuestro que estás en el comunismo
Hay días en los que puedes discutir con un marxista y logras que reconozca sus errores. Hay otros, quizás la mayoría, en los que no puedes. El marxista inconvencible es fácil de identificar. No importa cuántas veces le refutes sus mitos y falacias, se empecinan en seguir hablando de clases, de 'burguesía', de un 'Estado burgués' y otro de 'la clase trabajadora', de explotación, de gobernantes al servicio del proletariado. Ahí me doy cuenta de que la charla no llegará a ningún sitio porque estoy conversando con un fanático religioso, y ningún religioso se vuelve agnóstico en un día.
"El marxismo ha sido la mayor fantasía de nuestro siglo. La influencia que él tuvo, lejos de ser el resultado o prueba de su carácter científico, se ha debido casi enteramente a sus elementos proféticos, fantásticos e irracionales."
- Leszek Kolakowski
El marxismo es religión pura. Para mostrarlo, nada mejor que una buena analogía. ¿Nunca notaron los parecidos entre el marxismo ortodoxo y el catolicismo medieval? Es una ideología que enseña a sus seguidores a esperar la llegada del Mesías y el paraíso terrenal (el Socialismo), que será heredado por el pueblo elegido (el Proletariado) para lo cual antes tendrá que ocurrir el Apocalipsis (que se agudicen al máximo las contradicciones entre explotadores y explotados, con la subsecuente revolución social). Sostienen que existía un Edén anterior al pecado original (la comunidad primitiva sin propiedad privada) y tras ella comenzó la vida terrenal, llena de pecado (o de 'explotación del hombre por el hombre').
A ese punto se llegará inexorablemente, porque así es el plan divino (el materialismo dialéctico). Pero su llegada más rápido en la medida en la que surjan más fieles que estén con Dios (que los trabajadores ganen 'consciencia de clase') y que menos personas se dejen seducir por Satanás (la propaganda explotadora burguesa/imperialista). Esto ha sido manifiesto así en un texto sagrado de revelaciones (Das Kapital), que anuncia el segundo advenimiento del Mesías (la dictadura del proletariado) luego del cual se hará realidad la promesa de vida eterna sin dolor de ninguna clase (terminará la escasez y cada cual dará según su capacidad y recibirá según sus necesidades). Se espera también el Juicio Final (los juicios a los enemigos de la revolución/el pueblo) pero hasta entonces transcurrirá un largo periodo de reinado del Mal (Capitalismo). Es un periodo difícil, pero que anuncia que el fin de los tiempos está cerca.
Para sortear esos obstáculos existe la guía de una orden de iluminados clericales (la vanguardia revolucionaria) que entienden mejor las enseñanzas de los profetas (Marx, Lenin, Mao, Kim Il-Sun, Castro), que avanzarán la Guerra Santa (las conquistas violentas del proletariado) y las misiones de caridad (el internacionalismo proletario), siempre bajo la dirección divina y doble de la Corona y la Iglesia (el Gobierno Popular y el Partido).
Hasta ahora, la práctica de estas ideas sólo ha implicado lograr que un grupo alcance el poder, perpetuarlo ahí y defenderlo a toda costa, aunque eso implique justificar alianzas inconcebibles, reorientaciones abruptas, perdones estratégicos, purgas internas e invenciones constantes de enemigos interiores, exteriores y anteriores. En el camino, este grupo poderoso va invadiendo todas las áreas de la vida que puede, perpetuando la pobreza, la ignorancia, la intolerancia y el aislamiento.
Y todo esto en nombre de los pobres y sufridos de la Tierra.
Por todo esto, es enteramente normal que el marxismo sea tan anti-religión. Al igual que el cristianismo medieval, el marxismo necesita hablar mal de otras religiones. Compite con ellas. Ha reciclado muchos de los mismos arquetipos. Ha usado el mismo esqueleto cultural para poner en él sus ídolos. Y como mismo hemos aprendido a convivir pacíficamente con las religiones, haciéndolas de ámbito privado, evitando que se las persiga con el Estado y que usen al Estado ser impuestas a la gente, creo que tendremos que hacer lo mismo con el marxismo. Que la adoración a Marx termine siendo de índole privada y que nunca más se mezcle con la política.
- Michel -
pd. para leer un análisis profundo de las raíces religiosas de la filosofía Marxista, recomiendo este trabajo de Murray Rothbard.
pd. para leer un análisis profundo de las raíces religiosas de la filosofía Marxista, recomiendo este trabajo de Murray Rothbard.
sábado, 24 de agosto de 2013
It's the ideology, stupid!
"Han pasado los años, pero ésta sigue siendo una revolución de jóvenes como lo éramos el 26 de julio de 1953. (...) aunque hayan pasado los años el recambio generacional está en marcha con tranquilidad y serena confianza."
- Raúl Castro Ruz, presidente de un gobierno
-------------------------------------------------
"Todo el mundo moderno se ha dividido en conservadores y progresistas. El negocio de los progresistas es el de seguir cometiendo errores. El negocio de los conservadores es el de impedir que los errores sean corregidos. Aun cuando el revolucionario pueda llegar a arrepentirse de su revolución, el tradicionalista ya la está defendiendo como parte de su tradición. Es así que tenemos dos grandes tipos: la persona avanzada que nos apresura a la ruina, y la persona retrospectiva que admira las ruinas."
- Gilbert Keith Chesterton
-------------------------------------------------
"El conservador muestra una inusitada reverencia por la autoridad, el liberal en cambio siempre desconfía del poder. El conservador pretende sabios-filósofos en el gobierno, a lo Platón, mientras que el liberal, a lo Popper, centra su atención en marcos institucionales que apuntan a minimizar el daño que puedan hacer los gobernantes.
El conservador es aprensivo respecto de los procesos abiertos de evolución cultural, mientras que el liberal acepta que la coordinación de infinidad de arreglos contractuales producen resultados que ninguna mente puede anticipar y que el orden inherente al proceso de mercado no es fruto del diseño ni del invento de mentes planificadoras. El conservador tiende a ser nacionalista-"proteccionista" mientras que el liberal es cosmopolita-librecambista. El conservador propone un sistema en el que se impongan sus valores personales, mientras que el liberal mantiene que el respeto recíproco incluye la posibilidad de que otros compartan valores muy distintos mientras no afecten derechos de terceros.
Al conservador no le importa que se amplie el ámbito del poder, siempre y cuando se promuevan sus intereses, el liberal, en cambio, hace de la libertad un valor irrenunciable y lo considera un sine qua non para las autonomías individuales. El conservador es tradicionalista mientras que el liberal es respetuoso de las tradiciones. El tradicionalismo pretende la adhesión incondicional al statu quo sin comprender que si esto fuera estrictamente cumplido no habríamos pasado de la edad de piedra. El liberal no es adicto a los cortes drásticos en los procesos históricos, considera que las modificaciones deben producirse en el contexto de una evolución paulatina a los efectos de que el proceso de prueba y errores pueda ser tamizado y adecuado a las necesidades.
El conservador no entiende el significado del mercado y, por ende, los subestima, considera que "el arte de la política en manos de estadistas" es lo primordial, mientras que el liberal pretende despolitizar todo lo que sea posible y estimula que los arreglos voluntarios ocupen el mayor espacio posible.
El conservador suscribe la alianza entre la iglesia y el estado mientras que el liberal la considera nociva y peligrosa. El conservador tiende a ser intolerante mientras que el liberal hace de la tolerancia su leitmotif."
- Alberto Benegas Lynch (h), "William Graham Summer: una luz potente"
"El idioma inglés ha tomado la palabra liberal del castellano y le ha dado un significado distinto. En líneas generales puede decirse que en materia económica el liberalismo europeo o latinoamericano es bastante diferente del liberalismo norteamericano. Es decir, el liberal americano le suele quitar responsabilidades a los individuos y asignarlas al Estado. De ahí el concepto del estado benefactor o welfare que redistribuye por vía de las presiones fiscales las riquezas que genera la sociedad. Para los liberales latinoamericanos y europeos, como se ha dicho antes, ésa no es una función primordial del Estado, puesto que lo que suele conseguirse por esta vía no es un mayor grado de justicia social, sino unos niveles generalmente insoportables de corrupción, ineficiencia y derroche, lo que acaba por empobrecer al conjunto de la población.
Sin embargo, los liberales europeos y latinoamericanos sí coinciden en un grado bastante alto con los liberales norteamericanos en materia jurídica y en ciertos temas sociales. Para el liberal norteamericano, así como para los liberales de Europa y de América Latina, el respeto de las garantías individuales y la defensa del constitucionalismo son conquistas irrenunciables de la humanidad. Una organización como la American Civil Liberties Union, expresión clásica del liberalismo americano, también podría serlo de los liberales europeos o latinoamericanos.
¿En qué se diferencian las distintas corrientes democráticas contemporáneas? La socialdemocracia pone su acento en la búsqueda de una sociedad igualitaria, suele identificar los intereses del Estado con los de los sectores proletarios o asalariados, y usualmente propone medidas fiscales encaminadas a una hipotética "redistribución" de las riquezas. El liberalismo, en cambio, no es clasista, y coloca la búsqueda de la libertad individual en la cima de sus objetivos y valores, mientras rechaza las supuestas ventajas del estado-empresario, y sostiene que la presión fiscal destinada a la "redistribución de la riqueza" generalmente empobrece al conjunto de la sociedad, en la medida que entorpece la formación de capital.
Aunque en el análisis económico suele haber cierta coincidencia entre liberales y conservadores, ambas corrientes se separan en lo tocante a las libertades individuales. Para los conservadores lo más importante suele ser el orden. Los liberales están dispuestos a convivir con aquello que no les gusta, siempre capaces de tolerar respetuosamente los comportamientos sociales que se alejan de los criterios de las mayorías. Para los liberales la tolerancia es la clave de la convivencia, y la persuasión el elemento básico para el establecimiento de las jerarquías. Esa visión no siempre prevalece entre los conservadores. Un ejemplo claro de estas diferencias se daría en el espinoso asunto del consumo de drogas: mientras los conservadores intentarían combatirlo por la vía de la represión y la prohibición, los liberales por lo menos una buena parte de ellos opinan que la utilización de sustancias tóxicas por adultos alcohol, cocaína, tabaco, marihuana, etc. pertenece al ámbito de las decisiones personales, y a quienes las consumen no se les debe tratar como delincuentes, sino como adictos que deben ser atendidos por personal médico especializado en desintoxicación, siempre que libremente decidan tratar de abandonar sus hábitos.
Por otra parte, resulta frecuente la colusión entre empresarios mercantilistas conservadores y el poder político, fenómeno totalmente contrario a las creencias liberales. No es verdad, pues, que el liberalismo sea la corriente política que defiende los intereses de los empresarios: la mera convicción de que el Estado no debe proteger de la competencia a ningún grupo empresarial desmentiría este aserto: suelen ser los conservadores quienes cabildean para obtener protecciones arancelarias o ventajas que siempre son en perjuicio de otros sectores.
Aún cuando la democracia cristiana moderna no es confesional, entre sus premisas básicas está la de una cierta concepción trascendente de los seres humanos. Los liberales, en cambio, son totalmente laicos, y no entran a juzgar las creencias religiosas de las personas. Se puede ser liberal y creyente, liberal y agnóstico, o liberal y ateo. La religión, sencillamente, no pertenece al mundo de las disquisiciones liberales (por lo menos en nuestros días), aunque sí es esencial para el liberal respetar profundamente este aspecto de la naturaleza humana.
Por otra parte, los liberales no suelen compartir con la democracia cristiana (o por lo menos con alguna de las tendencias de ese signo) cierto dirigismo económico y la voluntad redistributiva generalmente reivindicada por el socialcristianismo. En América Latina esa vertiente populista/estatista de la democracia cristiana encarnó en gobiernos como los de Frei Montalva, Napoleón Duarte y en cierta medida Rafael Caldera, o en los sindicatos agrupados en la CLAT. Los liberales no creen que la propiedad privada sólo se justifica "en función social", como aparece en los papeles de la Doctrina Social de la Iglesia, y como confusamente repiten muchos socialcristianos sin precisar exactamente qué quieren decir con esa peligrosa frase, ambigua fórmula que puede abrir la puerta a cualquier género de atropellos contra los derechos de propiedad."
- Carlos Alberto Montaner, "Liberalismo y Neoliberalismo en una lección".
Leer también: "¿Es Uribe un presidente conservador?"
Ver también: "Who favors more freedom, liberals or conservatives?"
lunes, 15 de julio de 2013
¿Argumentos morales para un mundo sin consenso ético?
En el mundo (mundillo) liberal/libertario siempre han existido cismas entre grupos que justifican su defensa de las ideas de la libertad en bases diferentes. Aunque hay muchas clasificaciones, hay una que es bastante englobadora: la que nos divide en Iusnaturalistas (o deontologistas) y Utilitaristas (o consecuencialistas). Creo que las razones que lo hacen a uno liberal son de índole personal y dan poca sustancia para un debate. Pero aunque el movimiento liberal/libertario es rico en convicciones, ha demostrado ser relativamente pobre en capacidad de persuasión. Y vale la pena preguntarse, ¿cómo comunicamos mejor nuestras ideas? ¿Cómo convencemos a los demás de los méritos de la libertad como valor político fundamental? ¿Es mejor hacerlo desde una perspectiva iusnaturalista, o utilitarista?
Sin duda, apoyar a una no signfiica excluir a la otra. Mas en la complementariedad, ¿cuál debe primar? ¿Cuál debe ser más fuertemente enfatizada? ¿Cuál es más eficiente a la hora de convencer? Yo me debato en este punto, no me parece fácil. Creo que es cuestión de experimentar a fin de identificar cuál approach es mejor para el interlocutor. Pienso que lo que llamamos 'liberales intuitivos' son más fácilmente convencibles con argumentos éticos. Sin embargo, la tarea es más difícil cuando se trata de persuadir al estatista convencido. ¿Cómo se logra esa proeza?
El blogger Al Verdi de QueNoTePisen.net cree fervientemente que los argumentos morales son superiores a los utilitarios. Yo tiendo al disenso. El principio más conocido y compartido en el mundo liberal es el Principio de No Agresión, tal como fue enunciado por Murray Rothbard (googlearlo si no se conoce). Y como pitch de ventas lo encuentro espectacular, porque es una gran síntesis de valores que muchas culturas comparten y por tanto es fácil de comunicar. Pero no pasa de ser una propuesta ética, necesariamente imperfecta. No es una conclusión del estudio de la Acción Humana, como pretende Hans Hermann Hoppe. No puede ser leído como un axioma, como también pretende Stefan Molyneux, porque no está libre de contradicciones internas y de problemas de puesta en práctica a los que no brinda soluciones. Y como bien dice Brink Lindsey, por suerte o por desgracia la vida es más complicada que el principio de no agresión.
Aún más importante es que aunque la gente suele compartir muchos valores morales, también suele disentir mucho respecto a los mismos. Usualmente una persona puede sostener valores morales contradictorios, o estos se pueden contradecir con su práctica. Esto sucede porque muchas veces los incentivos vencen a la moral. También porque muchos de esos valores que vemos como inmorales, ellos los perciben de forma contraria. ¿Por qué? Porque los evalúan según sus supuestos resultados. Por ejemplo, los socialistas creen realmente en la explotación, y creen que la intervención estatal en favor del trabajador es moral porque repara un mal histórico. Los mercantilistas y desarrollistas creen que el proteccionismo es bueno porque reduce la pobreza y crea más oportunidades para todos los de un territorio determinado, es decir, creen que es más moral.
Yo mismo, siendo liberal, siento escalofríos cuando escucho a alguien decir: "Incluso si yo supiera que el liberalismo no trae los buenos resultados sociales que trae, lo preferiría. Prefiero la libertad aunque no traiga responsabilidad, ni reducción de la pobreza, ni más paz." Perdón, pero en esto tengo que declararme fuertemente utilitarista... o simplemente que mi código ético apunta a lo que trae mayor bienestar a la mayor cantidad de personas lo más duraderamente posible. Si uno pudiera concluir razonablemente que algún paradigma socialista traería esa situación, lo apoyaría. Y lo digo con orgullo. Afortunadamente podemos dejar las hipótesis y volver a la realidad, y la realidad es que el enfoque utilitario me llevó al liberalismo y no me ha sacado de ahí. De hecho, he visto a muchos estatistas hacerse liberales o al menos abrirse a cierta afinidad hacia el liberalismo al oír argumentos utilitarios.
Con lo cual llegamos a la problemática, en mi opinión evidente, de que no existe tal cosa como el objetivismo ético. No podemos encontrar una "verdad ética" ni en los libros de Rothbard, ni en los de Rand, ni en los de Marx, ni en los supuestamente escritos por Dios. Al final no hay lugar a donde ir a comprobar lo que uno 'debe hacer' o lo que es 'bueno'. La verdad incómoda es que la moral es estrictamente subjetiva. Lo que es bueno para unos es malo para otros. Que lo que unos consideran injustificable otros lo consideran justificable y viceversa. Que nos condicionemos unos a otros no significa que, en última instancia, seamos nosotros los que conformemos nuestro código ético, consciente o insconscientemente. Y ante esta realidad encuentro mucho más productivo y eficaz encontrar los objetivos en común que comparten distintos grupos y señalar cuáles son los caminos más eficientes y menos riesgosos para alcanzar esos objetivos. Tanto el liberal como el estatista promedio quieren mayor bienestar para la mayor cantidad de personas, además de un sistema político que sea justo. Donde el liberal lleva ventaja y mayor poder de convencimiento, en mi opinión, es en mostrar las debilidades del pensamiento estatista y las fortalezas del liberal. Mostrar que con métodos liberales se llega mucho más fácilmente a los objetivos del socialista.
No quito que el discurso ético sea una gran herramienta para complementar esto. No hay duda de que el iusnaturalismo liberal es pujante, ha convertido a muchos, y ha mantenido el movimiento bien unido a pesar de los fracasos. Pero para mí llega a callejones sin salida mucho más rápidamente que el discurso pragmático. Incluso si se sostiene que hay una ética derivada de estudio de la realidad (como intenta demostrar Hoppe) esto es MUCHO más difícil de explicar que los méritos utilitarios de la libertad.
Sin duda, apoyar a una no signfiica excluir a la otra. Mas en la complementariedad, ¿cuál debe primar? ¿Cuál debe ser más fuertemente enfatizada? ¿Cuál es más eficiente a la hora de convencer? Yo me debato en este punto, no me parece fácil. Creo que es cuestión de experimentar a fin de identificar cuál approach es mejor para el interlocutor. Pienso que lo que llamamos 'liberales intuitivos' son más fácilmente convencibles con argumentos éticos. Sin embargo, la tarea es más difícil cuando se trata de persuadir al estatista convencido. ¿Cómo se logra esa proeza?
El blogger Al Verdi de QueNoTePisen.net cree fervientemente que los argumentos morales son superiores a los utilitarios. Yo tiendo al disenso. El principio más conocido y compartido en el mundo liberal es el Principio de No Agresión, tal como fue enunciado por Murray Rothbard (googlearlo si no se conoce). Y como pitch de ventas lo encuentro espectacular, porque es una gran síntesis de valores que muchas culturas comparten y por tanto es fácil de comunicar. Pero no pasa de ser una propuesta ética, necesariamente imperfecta. No es una conclusión del estudio de la Acción Humana, como pretende Hans Hermann Hoppe. No puede ser leído como un axioma, como también pretende Stefan Molyneux, porque no está libre de contradicciones internas y de problemas de puesta en práctica a los que no brinda soluciones. Y como bien dice Brink Lindsey, por suerte o por desgracia la vida es más complicada que el principio de no agresión.
Aún más importante es que aunque la gente suele compartir muchos valores morales, también suele disentir mucho respecto a los mismos. Usualmente una persona puede sostener valores morales contradictorios, o estos se pueden contradecir con su práctica. Esto sucede porque muchas veces los incentivos vencen a la moral. También porque muchos de esos valores que vemos como inmorales, ellos los perciben de forma contraria. ¿Por qué? Porque los evalúan según sus supuestos resultados. Por ejemplo, los socialistas creen realmente en la explotación, y creen que la intervención estatal en favor del trabajador es moral porque repara un mal histórico. Los mercantilistas y desarrollistas creen que el proteccionismo es bueno porque reduce la pobreza y crea más oportunidades para todos los de un territorio determinado, es decir, creen que es más moral.
Yo mismo, siendo liberal, siento escalofríos cuando escucho a alguien decir: "Incluso si yo supiera que el liberalismo no trae los buenos resultados sociales que trae, lo preferiría. Prefiero la libertad aunque no traiga responsabilidad, ni reducción de la pobreza, ni más paz." Perdón, pero en esto tengo que declararme fuertemente utilitarista... o simplemente que mi código ético apunta a lo que trae mayor bienestar a la mayor cantidad de personas lo más duraderamente posible. Si uno pudiera concluir razonablemente que algún paradigma socialista traería esa situación, lo apoyaría. Y lo digo con orgullo. Afortunadamente podemos dejar las hipótesis y volver a la realidad, y la realidad es que el enfoque utilitario me llevó al liberalismo y no me ha sacado de ahí. De hecho, he visto a muchos estatistas hacerse liberales o al menos abrirse a cierta afinidad hacia el liberalismo al oír argumentos utilitarios.
Con lo cual llegamos a la problemática, en mi opinión evidente, de que no existe tal cosa como el objetivismo ético. No podemos encontrar una "verdad ética" ni en los libros de Rothbard, ni en los de Rand, ni en los de Marx, ni en los supuestamente escritos por Dios. Al final no hay lugar a donde ir a comprobar lo que uno 'debe hacer' o lo que es 'bueno'. La verdad incómoda es que la moral es estrictamente subjetiva. Lo que es bueno para unos es malo para otros. Que lo que unos consideran injustificable otros lo consideran justificable y viceversa. Que nos condicionemos unos a otros no significa que, en última instancia, seamos nosotros los que conformemos nuestro código ético, consciente o insconscientemente. Y ante esta realidad encuentro mucho más productivo y eficaz encontrar los objetivos en común que comparten distintos grupos y señalar cuáles son los caminos más eficientes y menos riesgosos para alcanzar esos objetivos. Tanto el liberal como el estatista promedio quieren mayor bienestar para la mayor cantidad de personas, además de un sistema político que sea justo. Donde el liberal lleva ventaja y mayor poder de convencimiento, en mi opinión, es en mostrar las debilidades del pensamiento estatista y las fortalezas del liberal. Mostrar que con métodos liberales se llega mucho más fácilmente a los objetivos del socialista.
miércoles, 3 de julio de 2013
El Obstáculo Cultural
Recién participé de una de esas pequeñas disquisiciones intelectuales que se dan en Facebook (sí, además de puteos, memes, fotos de gatos y noticias frustrantes, hay momentos para pensar). Fue provocada por esta frase de Ludwig von Mises...
"Algunos etnólogos afirman que no se debe hablar de civilizaciones superiores e inferiores, ni considerar atrasadas a determinadas razas. Ciertas culturas, desde luego, son diferentes de la occidental que las naciones de estirpe caucásica han elaborado. Pero esa diferencia en modo alguno debe inducirnos a considerar a aquellas inferiores. Cada raza tiene su mentalidad típica. Es ilusorio pretender ponderar una civilización utilizando módulos propios de otras gentes...
Tienen razón tales etnólogos cuando aseguran no ser de incumbencia del historiador formular juicios de valor. Sin embargo, se equivocan cuando suponen que las razas en cuestión han perseguido objetivos distintos de los que el hombre blanco, por su parte, pretendió siempre alcanzar. Los asiáticos y los africanos, al igual que los europeos, han luchado por sobrevivir, sirviéndose, al efecto, de la razón como arma fundamental. Han querido acabar con los animales feroces y con las sutiles enfermedades; han hecho frente al hambre y han deseado incrementar la productividad del trabajo.
En la consecución de tales metas, sus logros son, sin embargo, muy inferiores a los de los blancos. Buena prueba de ello es el afán con que reclaman todos los adelantos occidentales. Sólo si los mongoles o los africanos, al ser víctimas de penosa dolencia, renuncian a los servicios del médico europeo, sobre la base de que sus opiniones y su mentalidad les hacen preferir el sufrimiento al alivio, tendrían razón los investigadores a que nos venimos refiriendo. El Mahatma Gandhi echó por la borda todos sus principios filosóficos cuando ingreso en una moderna clínica para ser operado de apendicitis."
- Ludwig von Mises, "La Acción Humana"
Coincido enteramente con Mises pero creo que le falta la mitad de la foto. Sin duda, la mayoría de las personas busca sobrevivir y procurarse muchas de las mismas comodidades materiales que queremos todos. Sin embargo, algunas personas y pequeñas comunidades sí se rehúsan a perseguir esos fines por medios que ya han demostrado ser los mejores. Son comunidades que han permanecido empecinadamente en el atraso, tanto material como cultural, a pesar de tener referencias y cercanía física con sociedades mucho más modernas (con lo malo y lo bueno que eso implica). No hablo solamente de tribus amazónicas, aldeas nepalesas y comunidades amish... hablo de todo el Tercer Mundo. Entre los muchos obstáculos que tenemos que vencer hay uno, intangible pero bien real, que es el de la misma cultura... una cultura de ideas y actitudes retrógradas.
Casi toda Latinoamérica (Argentina incluida) ha quedado rezagada frente a otras regiones que progresaron mucho más. ¿Cómo lo lograron? No sólo desarrollaron la libertad económica (la libre empresa, el libre comercio) sino que también adoptaron ciertos valores: una cultura de raciocinio, laicismo, tolerancia, emprendimiento, esfuerzo, competencia, innovación, responsabilidad, respeto por la propiedad ajena y autodeterminación. Todos estos valores florecen en un ambiente de libertad pero no llegan sólo con ella, y paradójicamente resultan imprescindibles para proteger la libertad y preservarla en el tiempo. A veces resulta imprescindible tenerlos primero para entonces poder reclamar libertad.
A esta interesante pregunta de cómo hacer cambios culturales profundos en la sociedad el escritor cubano Carlos Alberto Montaner dedicó todo un capítulo de su libro "No perdamos también el Siglo XXI", sobre la impronta del estatismo en América Latina. Me parece un capítulo interesante, polémico y provocador. Lo comparto acá para quienes se hagan estas preguntas igual que yo.
----------------------------------------------------------
LA EMULACIÓN DEL LÍDER Y EL FACTOR HELÉNICO
La identidad helénica
Si nos viéramos forzados a elegir unos pocos factores para explicar la aparición del desarrollo económico, tal vez habría que empezar por reivindicar la comprensión y la conformidad con la identidad occidental o helénica, advirtiendo que desde hace muchos siglos la supremacía se obtiene acercándonos al corazón del poder helénico −donde esté en ese momento preciso la cabeza de Occidente− absorbiendo sus características y tendencias dominantes, hasta conseguir formar parte de ese núcleo rector.
Me explico: como todos sabemos, pese a las lagunas existentes, hay una cierta continuidad y contigüidad cultural occidental que comenzó a gestarse hace tres mil años, primero en Mesopotamia, y luego en torno al Mediterráneo. Los griegos le dieron forma y sentido definitivos a esa civilización mesopotámica, a la que luego se adhirieron elementos tan importantes como el aporte étnico-cultural latino y la tradición espiritual judeo-cristiana, y −si se quiere− judeo-cristiana-islámica, porque israelitas e ismaelitas, como nadie ignora, eran primos hermanos que bebieron de las mismas fuentes religiosas.
Es a esa compleja amalgama grecolatina, documentada en cantos épicos, salmos religiosos, leyendas y verdades históricas, a lo que llamamos mundo helénico. Es a «eso» descrito, cantado y pensado por Homero, David, Arquímides, Solón, Aristóteles, Platón, Estrabón, Mateo, Josefo, Julio César, Virgilio, Vitrubio, Horacio y otro centenar de viejos e indispensables nombres, a los que con el tiempo se añadieron San Agustín, Bacon, Tomás de Aquino, Leonardo, Newton, Freud o Einstein. Es decir, un mundo sintetizado por griegos y romanos, que hace varios milenios comenzó a forjar de manera Imperceptible, pero crecientemente arrolladora, esto a lo que hoy llamamos una «aldea global». O sea, una sociedad que comparte una común cosmovisión, y que uniforma poco a poco no sólo sus creencias y saberes, sino también la forma de enfrentarse a sus quehaceres: la manera de educarse, de curar a los enfermos, de gobernarse, de comunicarse, de producir bienes y servicios, y así hasta el infinito.
La primitiva «aldea global» alguna vez tuvo su embrionaria cabeza en Atenas, luego pasó a Roma, que se sirvió espléndidamente de los maestros griegos, más tarde, o coetáneamente, se desplazó a Bizancio, de donde irradió su grandeza a Damasco, a Bagdad o a la Granada y Córdoba musulmanas, trasladándose luego la capitalidad del helenismo a la corona de Carlomagno, en el año 800 de nuestra era, circunstancia que marca el definitivo desplazamiento de la supremacía del mare nostrum latino a las tribus germánicas helenizadas del norte de Europa, donde permanece hasta mediados del siglo XX, y de ahí, en nuestros días, en un lento proceso comenzado tras la colonización de América, al liderazgo norteamericano, primero en la costa atlántica, y ya perceptiblemente al Pacífico californiano.
Es obvio que en un texto de este tipo no podemos excedernos de la visión panorámica, pero sí es importante subrayar el hecho que ha sido la constante histórica del helenismo: todos los pueblos que alcanzaron una cierta hegemonía a lo largo de por lo menos los dos mil últimos años, han logrado su hazaña por un mecanismo de imitación o transculturación que decidida y casi siempre voluntariamente tomaba como paradigma la cabeza del mundo helenístico, los cánones y el modo de producción y administración entonces vigentes, y ahí, copiando primero y emulando después, conseguían dar un salto cualitativo, hasta lograr alzarse a la cima de la civilización.
Los árabes dejaron de ser una tribu sin gloria ni ventura, surgida del fondo del desierto, cuando se acercaron a Bizancio y aprendieron las claves del mundo grecolatino. Los turcos se transformaron en uno de los grandes imperios del planeta cuando detuvieron sus cabalgaduras y convirtieron Bizancio en Estambul, olvidando para siempre sus orígenes esteparios. Las tribus anglogermánicas desplazaron el centro de gravedad al norte de Europa, y pusieron fin a la imagen de ser los despreciados «bárbaros» de antaño, en el momento en que se helenizaron definitivamente durante el imperio carolingio, inaugurando una hegemonía «nórdica» que, tras un accidentado trayecto, llega hasta nuestros días, pese a los destellos aislados y fragmentarios de Venecia, Florencia o Génova durante el Renacimiento.
Naturalmente, en sus inicios, y durante muchos siglos, esa helenización no fue un proceso conscientemente diseñado por nadie, aunque con frecuencia resultara voluntariamente asumido, sino «algo» que se fue estructurando por medio de sucesos imprevistos que se encadenaban aleatoriamente en direcciones imposibles de predecir. No obstante, a partir de la Edad Media, del surgimiento de la ciencia empírica y de la aparición de máquinas cada vez más complejas capaces de medir el tiempo, aumentar la producción, orientar con precisión la navegación de los buques y mejorar el poder destructivo de los ejércitos, se fue haciendo patente que el centro del poder en el mundo helénico estaría allí en donde se dominaran la técnica y la ciencia con mayor intensidad, tendencia ya absolutamente apreciable entre los siglos XII y XVI, y demoledoramente obvia a partir de entonces.
¿Dónde ha estado el corazón de Occidente desde el siglo XVII? ¿Dónde la mayor cuota de prosperidad y riqueza? En Francia, en Inglaterra, en Holanda, en Escandinavia, en Alemania, y luego en Estados Unidos y Canadá, prolongaciones trasatlánticas de ese norte de Europa que comenzó a dirigir Occidente cuando Carlomagno, un franco, es decir, un germano que apenas hablaba en lengua romance, recogió el testigo grecolatino y buscó la sabiduría helénica con la ayuda de los frailes y monjas medievales. Sólo que a partir del siglo XVIII −mil años más tarde− surge y se afianza en el mundo helénico una pulsión, una urgencia hasta entonces desconocida: la del progreso.
El mundo grecorromano, que cuando se hizo cristiano, con Constantino, en el siglo IV, y por el siguiente milenio, tácitamente establece que el objeto de la civilización es la salvación eterna del alma, a partir del Renacimiento comienza a cambiar radicalmente sus objetivos y se abre paso la mundana convicción de que el propósito de la civilización no es salvar el espíritu para gloria de Dios, sino progresar en el orden científico y prosperar en el económico, definiendo ambas metas por el grado de confort, placeres y ocio que esos cambios en el modo de vivir le traigan a un número cada vez mayor de seres humanos. Esto son la máquina de vapor, las cosechadoras, los motores de combustión, los vehículos autopropulsados, las rotativas, los grandes telares, el tren, la iluminación, la refrigeración artificial, los envases al vacío, la telefonía, la aviación, la energía nuclear, las computadoras y hasta el último invento o hallazgo que hace la vida más grata, aún al precio de hacerla más compleja y −a veces− más peligrosa.
El helenismo a marcha forzada
¿Qué tiene que ver esta disquisición sobre las claves del éxito en el mundo occidental o helénico con el atraso relativo de América Latina? Mucho, porque es probable que los latinoamericanos no nos hayamos percatado de estos importantísimos aspectos de la manera en que lo han hecho otros pueblos más alertas, y los mejores ejemplos, por contraste, acaso podemos obtenerlos de Asia.
En efecto, ¿qué fue, a vuelapluma, la Revolución Meiji decretada por los japoneses en 1867? Fue una orden, dada por el emperador, bajo presiones de la clase dirigente, para occidentalizar –helenizar– el país a toda prisa de acuerdo con los modelos norteamericano y, sobre todo, alemán. Y los objetivos que entonces se trazaron fueron absolutamente claros: adquirir a toda velocidad los conocimientos y la organización necesarios para comprender y fabricar las máquinas que aseguraban a quien las dominara la pertenencia al pequeño grupo de naciones que estaban a la cabeza del planeta. Los japoneses, o cierto puñado clave de japoneses, habían entendido o intuido dónde estaba el código de comportamiento que podía asegurarles el éxito.
Apenas una generación más tarde, aquel Japón, que a mediados del XIX se vio humillantemente forzado a abrir sus puertos a las cañoneras americanas, ya era una potencia de primer orden, capaz de derrotar sin paliativos a los rusos en 1905, y comenzaba a comparecer en los mercados internacionales con artefactos con los que podía competir en calidad y precio con sus rivales europeos. En esas fechas, el presidente norteamericano Teddy Roosevelt ya sabía, con toda exactitud, que en Oriente había surgido un imperio capaz de hombrearse con las demás potencias occidentales.
Un fenómeno similar volvió a ocurrir tras la Segunda Guerra Mundial, cuando los japoneses efectuaron un cuidadoso análisis de las tendencias hegemónicas en la industria planetaria −entonces dominada de forma abrumadora por Estados Unidos− y salieron primero a aprender, luego a imitar, más tarde a innovar y −recientemente− a inventar. Así sucedió con la industria del acero, la construcción de barcos, automóviles y con la electrónica.
La vanguardia siempre la constituían unos ingenieros y técnicos japoneses dotados de unas inocentes cámaras fotográficas que visitaban los centros de producción más avanzados de Estados Unidos y Europa, para recabar la mayor cantidad de información posible. Luego seguía un esfuerzo por competir en precio, pero sometiendo los bienes producidos a un constante proceso de control y perfeccionamiento de la calidad hasta lograr objetos mejores y más baratos que los de Occidente.
Esa metodología, en la que se combinan la inteligencia industrial y la pasión por la excelencia, tuvo una muestra absolutamente clara en la Liason Office creada en Sillicom Valley por varias compañías japonesas que concertaron sus esfuerzos para aprender la tecnología electrónica. Y aprendieron tanto que hoy acaparan prácticamente todo el mercado de la electrónica, desplazando a la casi totalidad de las firmas europeas y a una buena parte de las americanas.
Un proceso muy parecido es el que se observa en los casos de Singapur, Corea del Sur, Taiwán y Hong-Kong después de la Segunda Guerra Mundial. Los cuatro dragones han realizado sus «milagros» económicos de manera diferente, pero todos ellos comparten ese rasgo presente en el Japón de la etapa Meiji o de la reciente postguerra: el previo consenso y la decisión sin vacilaciones de la clase dirigente de potenciar a la sociedad para integrarse en el menor plazo posible a la cabeza técnica y científica del mundo occidental. Los dragones podían disentir en las proporciones de intervención estatal que empleaban en la transformación de sus sociedades, o podían tener más o menos libertades políticas, pero todos coincidían en un aspecto fundamental: se inspiraron o imitaron sin rubor a los países líderes de Occidente, copiando su tecnología y ciencias punteras, como paso previo para la posterior creación autónoma. Todos tuvieron un clarísimo sentido de la dirección histórica, y todos intuyeron que el desarrollo de sus países se podía llevar a cabo en un periodo sorprendentemente rápido si no se perdía el norte de la helenización. El secreto estaba en imitar los rasgos más notables y las tendencias económicas y científicas más evidentes de la cabeza de la aldea global. Lo demás −la innovación y la invención− luego vendría por añadidura como consecuencia de enérgicos planes de investigación y desarrollo.
Curiosamente, algo de esto comenzó a hacer Turquía tras la Primera Guerra Mundial, bajo el bastón de mando de Kemal Attaturk, o España, tras la crisis de 1898 cuando, entre la intelligentsia peninsular acaudillada por Ortega y Gasset, hubo una súbita voluntad de «europeizarse» a paso rápido, pero la Guerra Civil de 1936 liquidó por cuatro décadas ese formidable espasmo creativo que ya se expresaba en el 60 florecimiento de las ciencias, el arte y la literatura españolas de manera extraordinaria.
En cualquier caso, América Latina −sus clases dirigentes−, exceptuando tal vez a la Argentina de fines del siglo XIX y comienzos del XX, o acaso, parcialmente, durante la larga dictadura de Porfirio Díaz en México, jamás ha sentido la urgencia de integrarse seriamente en el Primer Mundo, y −por el contrario− ha perdido muchísimo tiempo y esfuerzo en la búsqueda de una originalidad que confirme el carácter excéntrico y antioccidental de nuestro universo. El «estanciero» Rosas, Gaspar Rodríguez de Francia, las comunas fundadas por los jesuitas en Paraguay, la revolución mexicana, Perón, Castro, Velasco Alvarado, y el resto de los procesos o «caudillos» que han contado con gran apoyo popular y buena prensa en el extranjero, lo que generalmente han planteado no es la helenización y occidentalización cultural y económica de la región, sino la segregación de los países o del continente de su matriz occidental, invocando para esta mutilación una oscura especificidad que nadie alcanza a definir razonablemente, y a la que suele añadirse un gesto hosco y la presentación simultánea de un largo memorial de agravios históricos.
El difícil camino del desarrollo
La conclusión a que nos lleva el hilo de estos razonamientos tiene un anverso risueño y un reverso triste. La cara amable nos dice que no hay ningún impedimento metafísico que inexorablemente nos veda el camino al desarrollo y la prosperidad. La triste, nos subraya que no basta con balancear los presupuestos, reducir el perímetro y las funciones del Estado, controlar la masa monetaria, respetar las reglas del mercado y disfrutar de las ventajas de una estable democracia política amparada por un Estado de Derecho para instalar a nuestro universo latinoamericano en la proa de Occidente. Asimismo, tampoco es suficiente con asumir los valores de la ética protestante o intentar acercarse a los códigos culturales del mundo desarrollado. Todo eso −qué duda cabe− es conveniente, incluso hasta indispensable, pero no es suficiente para emprender el largo y accidentado viaje del desarrollo con mayúscula.
¿Por dónde, entonces, se empieza? Tal vez por persuadir a las élites políticas, económicas e intelectuales de nuestros países de la importancia de elegir decididamente y sin ambages el camino de la helenización a marcha forzada. Es decir, acercarnos como hicieron los japoneses en el siglo XIX, y como volvieron a hacer después de la Segunda Guerra Mundial, o como han hecho los míticos dragones recientemente, al corazón productivo de Occidente y descifrar la clave de sus tendencias dominantes para ir escalando, poco a poco, peldaño a peldaño, la intrincada ladera técnico científica que conduce a la prosperidad. Hay que entender, por supuesto, que lo que estamos proponiendo es, por una punta, una descomunal operación de aprendizaje y adquisición de conocimientos –el desarrollo es, en primer término, una consecuencia de la sabiduría–, esto es, una inversión masiva en capital humano, y por la otra, el establecimiento de un compromiso con los modos de producción, tensos, rigurosos y competitivos de las naciones líderes de Occidente, un Occidente que ya incluye, obviamente, buena parte de Asia.
Naturalmente, eso exige virtudes personales que, cuando se comparten por un número grande de ciudadanos, se convierten en rasgos colectivos: rigor, disciplina, puntualidad, seriedad en los compromisos, sujeción a las normas y el resto de los modos de comportamiento que se observan en ciertos pueblos «triunfadores» y que no suelen estar presentes en los más atrasados. Lo que nos indica que tampoco basta con averiguar qué hay que hacer para alcanzar el éxito, sino también cómo hay que hacerlo.
No ignoro que ante estos planteamientos de voluntaria transculturación de usos, costumbres y quehaceres, es legítimo preguntarse si no se estaría atentando contra la identidad esencial de los pueblos, pero eso me parece una peligrosa falacia en un mundo que inevitablemente se contrae y busca la uniformidad bajo el imperio de una indomable fuerza centrípeta presente en el planeta desde hace varios milenios. En todo caso, no se empobreció espiritual ni materialmente España cuando adoptó las catedrales góticas provenientes del norte de Europa, ni la doma, asentamiento y cristianización de los furiosos vikingos en Bretaña puede considerarse una especie de cruel etnocidio por los escandinavos actuales. De la misma manera que, felizmente, los atrasados habitantes de Taiwán, gracias a la transculturación pasaron, en una generación, del cultivo de arroz a la fabricación de chips y a la lectura atenta del Wall Street Journal, hecho del que los propios taiwaneses no parecen lamentarse.
¿Es posible en América Latina que los políticos entiendan que deben encaminar sus pasos hacia el Primer Mundo y abrir los cauces de participación a toda la sociedad para que pueda ocurrir ese milagro? ¿Es posible que nuestras universidades e institutos de investigación sintonicen la onda intelectual del Primer Mundo? ¿Es posible que los empresarios y financieros, en lugar de tratar de limitar un coto de caza privado se abran al mundo y a la competencia? ¿Es posible que nuestros estudiantes, en lugar de tirar piedras y aplaudir guerrilleros con pasamontañas, se dediquen a formarse técnica y científicamente? ¿Es posible que nuestros sindicatos entiendan que los intereses de los trabajadores se defienden en la cooperación y no en esa estúpida superstición de la «lucha de clases»? ¿Es posible que nuestros intelectuales abandonen el lamentable «victimismo» practicado por décadas de regodeo en el error y la infelicidad?
Las sociedades latinoamericanas −aparentemente con la alentadora excepción del Chile reciente− viven incómodas con el modelo de Estado en el que desarrollan sus transacciones, resentidas con la raíz cultural a la que pertenecen, fragmentadas en estamentos que se adversan con saña, y totalmente carentes de horizontes comunes. Necesitan, pues, ante todo, consenso, propósitos, metas claras; necesitan descubrir el qué hacer y el para qué hacer de los pueblos que han sabido situarse a la cabeza del planeta. Necesitan identificar el factor helénico e ir tras él con grandes ilusiones, lo
que puede ser un buen comienzo. Algo así como fue el Santo Grial para los cristianos soñadores del medievo.
La «elaboración» de los milagros
Supongamos, pues, que nuestros grupos dirigentes llegan, efectivamente, al consenso de que el camino del desarrollo de América Latina pasa por entender dónde está la cabeza de Occidente y deciden emular la forma en que ahí se crea la riqueza. ¿Cómo se lleva a cabo esta gigantesca tarea de ingeniería socioeconómica? ¿Cómo lo han hecho esos pueblos de Asia oriental a los que con admiración denominamos tigres o dragones?
En 1993 el Banco Mundial publicó un importante libro titulado The East Asian Miracle dedicado, precisamente, a describir la carpintería interior del impresionante crecimiento de esta zona del mundo, texto de cuyo resumen extraigo la siguiente cita: «los gobiernos deben cumplir cuatro funciones en relación con el crecimiento: asegurar inversiones adecuadas en recursos humanos, proporcionar un clima competitivo para la empresa privada, mantener la economía abierta al comercio internacional y apoyar una macroeconomía estable. Más allá de eso, es probable que los gobiernos causen más daños que beneficios».
Pero si bien «más allá» de ese intervencionismo moderado no es conveniente comprometer al Estado, «más acá», es decir, menos, tal vez no sería suficiente. O sea, el puro laissez faire de los liberales clásicos o el libérrimo juego del mercado ya no alcanzan, porque la complejidad de los procesos productivos modernos requiere que la sociedad, en determinadas circunstancias, busque en el arbitraje y la ayuda del gobierno la posibilidad de obtener ciertos logros.
Probablemente, la tecnología espacial o la nuclear no hubieran existido sin un Estado que estimulara su surgimiento. Algo parecido puede decirse del desarrollo de las comunicaciones, como demuestra la ubicua presencia de la red Internet o las transmisiones por satélites que no estarían orbitando el espacio sin una previa cohetería militar capaz de impulsarlos. El siglo XX vio cómo los heroicos descubridores e inventores individuales del tipo de Pasteur y Edison han dado paso a los descubridores e inventores «corporativos», inmersos en grandes empresas que dedican enormes sumas a la investigación para mantenerse vigentes en mercados constantemente estremecidos por innovaciones que enseguida deciden el curso de la economía. Fenómeno que nos indica que la pertenencia al Primer Mundo sólo puede lograrse si existe una cierta cooperación por parte de un sector productivo dispuesto a compartir o delegar en el gobierno la facultad de coordinar los esfuerzos creativos mediante el intercambio de información, administración pública de alta calidad, honrada convocatoria a concursos, y el establecimiento de mecanismos transparentes de consulta entre gobernantes y empresarios, con el objeto de mantener la sintonía entre el aparato productivo y las tendencias científicas y técnicas dominantes en el planeta, puesto que es obvio que el hallazgo o la invención de hoy tendrán mañana una determinante expresión económica.
No obstante, como también señala el citado estudio del Banco Mundial, el calco minucioso de la política de desarrollo de los dragones de Asia tampoco garantiza el éxito, melancólica conclusión que puede colegirse de esta frase del texto: «Lo que no hemos comprendido cabalmente es por qué los gobiernos de estos países han estado más dispuestos y en mejores condiciones que otros a experimentar y adaptarse; las respuestas a estas interrogantes trascienden los aspectos económicos e incluyen el estudio de las instituciones y los temas conexos de política, historia y cultura. La tarea del desarrollo se complica más bien que se simplifica al tomar estos aspectos en cuenta.»
¿Está dispuesta América Latina a escalar hasta la cabeza de Occidente? ¿Entendería que para ello −como han hecho todas las sociedades exitosas a lo largo de los siglos− tiene que emular al líder, e impregnarse de ese misterioso factor helénico que ayer, por un período, catapultó a árabes o turcos, y hoy está presente en japoneses, norteamericanos o chinos?
Es muy sencillo −y hasta puede ser grato− transferirles a los demás las responsabilidades de nuestro relativo fracaso, pero eso nos coloca fuera de la autoridad de la verdad. La tarea del desarrollo es muy difícil −es cierto−, y en ella se trenzan saberes, valores, actitudes y creencias, pero jamás ha sido fácil para pueblo alguno. La diferencia estriba en que en nuestros días hemos descifrado el mayor de los enigmas concernientes al desarrollo: y es que no hay, en verdad, secreto alguno; que no existen, en realidad, milagros.
"Algunos etnólogos afirman que no se debe hablar de civilizaciones superiores e inferiores, ni considerar atrasadas a determinadas razas. Ciertas culturas, desde luego, son diferentes de la occidental que las naciones de estirpe caucásica han elaborado. Pero esa diferencia en modo alguno debe inducirnos a considerar a aquellas inferiores. Cada raza tiene su mentalidad típica. Es ilusorio pretender ponderar una civilización utilizando módulos propios de otras gentes...
Tienen razón tales etnólogos cuando aseguran no ser de incumbencia del historiador formular juicios de valor. Sin embargo, se equivocan cuando suponen que las razas en cuestión han perseguido objetivos distintos de los que el hombre blanco, por su parte, pretendió siempre alcanzar. Los asiáticos y los africanos, al igual que los europeos, han luchado por sobrevivir, sirviéndose, al efecto, de la razón como arma fundamental. Han querido acabar con los animales feroces y con las sutiles enfermedades; han hecho frente al hambre y han deseado incrementar la productividad del trabajo.
En la consecución de tales metas, sus logros son, sin embargo, muy inferiores a los de los blancos. Buena prueba de ello es el afán con que reclaman todos los adelantos occidentales. Sólo si los mongoles o los africanos, al ser víctimas de penosa dolencia, renuncian a los servicios del médico europeo, sobre la base de que sus opiniones y su mentalidad les hacen preferir el sufrimiento al alivio, tendrían razón los investigadores a que nos venimos refiriendo. El Mahatma Gandhi echó por la borda todos sus principios filosóficos cuando ingreso en una moderna clínica para ser operado de apendicitis."
- Ludwig von Mises, "La Acción Humana"
Coincido enteramente con Mises pero creo que le falta la mitad de la foto. Sin duda, la mayoría de las personas busca sobrevivir y procurarse muchas de las mismas comodidades materiales que queremos todos. Sin embargo, algunas personas y pequeñas comunidades sí se rehúsan a perseguir esos fines por medios que ya han demostrado ser los mejores. Son comunidades que han permanecido empecinadamente en el atraso, tanto material como cultural, a pesar de tener referencias y cercanía física con sociedades mucho más modernas (con lo malo y lo bueno que eso implica). No hablo solamente de tribus amazónicas, aldeas nepalesas y comunidades amish... hablo de todo el Tercer Mundo. Entre los muchos obstáculos que tenemos que vencer hay uno, intangible pero bien real, que es el de la misma cultura... una cultura de ideas y actitudes retrógradas.
Casi toda Latinoamérica (Argentina incluida) ha quedado rezagada frente a otras regiones que progresaron mucho más. ¿Cómo lo lograron? No sólo desarrollaron la libertad económica (la libre empresa, el libre comercio) sino que también adoptaron ciertos valores: una cultura de raciocinio, laicismo, tolerancia, emprendimiento, esfuerzo, competencia, innovación, responsabilidad, respeto por la propiedad ajena y autodeterminación. Todos estos valores florecen en un ambiente de libertad pero no llegan sólo con ella, y paradójicamente resultan imprescindibles para proteger la libertad y preservarla en el tiempo. A veces resulta imprescindible tenerlos primero para entonces poder reclamar libertad.
A esta interesante pregunta de cómo hacer cambios culturales profundos en la sociedad el escritor cubano Carlos Alberto Montaner dedicó todo un capítulo de su libro "No perdamos también el Siglo XXI", sobre la impronta del estatismo en América Latina. Me parece un capítulo interesante, polémico y provocador. Lo comparto acá para quienes se hagan estas preguntas igual que yo.
----------------------------------------------------------
LA EMULACIÓN DEL LÍDER Y EL FACTOR HELÉNICO
La identidad helénica
Si nos viéramos forzados a elegir unos pocos factores para explicar la aparición del desarrollo económico, tal vez habría que empezar por reivindicar la comprensión y la conformidad con la identidad occidental o helénica, advirtiendo que desde hace muchos siglos la supremacía se obtiene acercándonos al corazón del poder helénico −donde esté en ese momento preciso la cabeza de Occidente− absorbiendo sus características y tendencias dominantes, hasta conseguir formar parte de ese núcleo rector.
Me explico: como todos sabemos, pese a las lagunas existentes, hay una cierta continuidad y contigüidad cultural occidental que comenzó a gestarse hace tres mil años, primero en Mesopotamia, y luego en torno al Mediterráneo. Los griegos le dieron forma y sentido definitivos a esa civilización mesopotámica, a la que luego se adhirieron elementos tan importantes como el aporte étnico-cultural latino y la tradición espiritual judeo-cristiana, y −si se quiere− judeo-cristiana-islámica, porque israelitas e ismaelitas, como nadie ignora, eran primos hermanos que bebieron de las mismas fuentes religiosas.
Es a esa compleja amalgama grecolatina, documentada en cantos épicos, salmos religiosos, leyendas y verdades históricas, a lo que llamamos mundo helénico. Es a «eso» descrito, cantado y pensado por Homero, David, Arquímides, Solón, Aristóteles, Platón, Estrabón, Mateo, Josefo, Julio César, Virgilio, Vitrubio, Horacio y otro centenar de viejos e indispensables nombres, a los que con el tiempo se añadieron San Agustín, Bacon, Tomás de Aquino, Leonardo, Newton, Freud o Einstein. Es decir, un mundo sintetizado por griegos y romanos, que hace varios milenios comenzó a forjar de manera Imperceptible, pero crecientemente arrolladora, esto a lo que hoy llamamos una «aldea global». O sea, una sociedad que comparte una común cosmovisión, y que uniforma poco a poco no sólo sus creencias y saberes, sino también la forma de enfrentarse a sus quehaceres: la manera de educarse, de curar a los enfermos, de gobernarse, de comunicarse, de producir bienes y servicios, y así hasta el infinito.
La primitiva «aldea global» alguna vez tuvo su embrionaria cabeza en Atenas, luego pasó a Roma, que se sirvió espléndidamente de los maestros griegos, más tarde, o coetáneamente, se desplazó a Bizancio, de donde irradió su grandeza a Damasco, a Bagdad o a la Granada y Córdoba musulmanas, trasladándose luego la capitalidad del helenismo a la corona de Carlomagno, en el año 800 de nuestra era, circunstancia que marca el definitivo desplazamiento de la supremacía del mare nostrum latino a las tribus germánicas helenizadas del norte de Europa, donde permanece hasta mediados del siglo XX, y de ahí, en nuestros días, en un lento proceso comenzado tras la colonización de América, al liderazgo norteamericano, primero en la costa atlántica, y ya perceptiblemente al Pacífico californiano.
Es obvio que en un texto de este tipo no podemos excedernos de la visión panorámica, pero sí es importante subrayar el hecho que ha sido la constante histórica del helenismo: todos los pueblos que alcanzaron una cierta hegemonía a lo largo de por lo menos los dos mil últimos años, han logrado su hazaña por un mecanismo de imitación o transculturación que decidida y casi siempre voluntariamente tomaba como paradigma la cabeza del mundo helenístico, los cánones y el modo de producción y administración entonces vigentes, y ahí, copiando primero y emulando después, conseguían dar un salto cualitativo, hasta lograr alzarse a la cima de la civilización.
Los árabes dejaron de ser una tribu sin gloria ni ventura, surgida del fondo del desierto, cuando se acercaron a Bizancio y aprendieron las claves del mundo grecolatino. Los turcos se transformaron en uno de los grandes imperios del planeta cuando detuvieron sus cabalgaduras y convirtieron Bizancio en Estambul, olvidando para siempre sus orígenes esteparios. Las tribus anglogermánicas desplazaron el centro de gravedad al norte de Europa, y pusieron fin a la imagen de ser los despreciados «bárbaros» de antaño, en el momento en que se helenizaron definitivamente durante el imperio carolingio, inaugurando una hegemonía «nórdica» que, tras un accidentado trayecto, llega hasta nuestros días, pese a los destellos aislados y fragmentarios de Venecia, Florencia o Génova durante el Renacimiento.
Naturalmente, en sus inicios, y durante muchos siglos, esa helenización no fue un proceso conscientemente diseñado por nadie, aunque con frecuencia resultara voluntariamente asumido, sino «algo» que se fue estructurando por medio de sucesos imprevistos que se encadenaban aleatoriamente en direcciones imposibles de predecir. No obstante, a partir de la Edad Media, del surgimiento de la ciencia empírica y de la aparición de máquinas cada vez más complejas capaces de medir el tiempo, aumentar la producción, orientar con precisión la navegación de los buques y mejorar el poder destructivo de los ejércitos, se fue haciendo patente que el centro del poder en el mundo helénico estaría allí en donde se dominaran la técnica y la ciencia con mayor intensidad, tendencia ya absolutamente apreciable entre los siglos XII y XVI, y demoledoramente obvia a partir de entonces.
¿Dónde ha estado el corazón de Occidente desde el siglo XVII? ¿Dónde la mayor cuota de prosperidad y riqueza? En Francia, en Inglaterra, en Holanda, en Escandinavia, en Alemania, y luego en Estados Unidos y Canadá, prolongaciones trasatlánticas de ese norte de Europa que comenzó a dirigir Occidente cuando Carlomagno, un franco, es decir, un germano que apenas hablaba en lengua romance, recogió el testigo grecolatino y buscó la sabiduría helénica con la ayuda de los frailes y monjas medievales. Sólo que a partir del siglo XVIII −mil años más tarde− surge y se afianza en el mundo helénico una pulsión, una urgencia hasta entonces desconocida: la del progreso.
El mundo grecorromano, que cuando se hizo cristiano, con Constantino, en el siglo IV, y por el siguiente milenio, tácitamente establece que el objeto de la civilización es la salvación eterna del alma, a partir del Renacimiento comienza a cambiar radicalmente sus objetivos y se abre paso la mundana convicción de que el propósito de la civilización no es salvar el espíritu para gloria de Dios, sino progresar en el orden científico y prosperar en el económico, definiendo ambas metas por el grado de confort, placeres y ocio que esos cambios en el modo de vivir le traigan a un número cada vez mayor de seres humanos. Esto son la máquina de vapor, las cosechadoras, los motores de combustión, los vehículos autopropulsados, las rotativas, los grandes telares, el tren, la iluminación, la refrigeración artificial, los envases al vacío, la telefonía, la aviación, la energía nuclear, las computadoras y hasta el último invento o hallazgo que hace la vida más grata, aún al precio de hacerla más compleja y −a veces− más peligrosa.
El helenismo a marcha forzada
¿Qué tiene que ver esta disquisición sobre las claves del éxito en el mundo occidental o helénico con el atraso relativo de América Latina? Mucho, porque es probable que los latinoamericanos no nos hayamos percatado de estos importantísimos aspectos de la manera en que lo han hecho otros pueblos más alertas, y los mejores ejemplos, por contraste, acaso podemos obtenerlos de Asia.
En efecto, ¿qué fue, a vuelapluma, la Revolución Meiji decretada por los japoneses en 1867? Fue una orden, dada por el emperador, bajo presiones de la clase dirigente, para occidentalizar –helenizar– el país a toda prisa de acuerdo con los modelos norteamericano y, sobre todo, alemán. Y los objetivos que entonces se trazaron fueron absolutamente claros: adquirir a toda velocidad los conocimientos y la organización necesarios para comprender y fabricar las máquinas que aseguraban a quien las dominara la pertenencia al pequeño grupo de naciones que estaban a la cabeza del planeta. Los japoneses, o cierto puñado clave de japoneses, habían entendido o intuido dónde estaba el código de comportamiento que podía asegurarles el éxito.
Apenas una generación más tarde, aquel Japón, que a mediados del XIX se vio humillantemente forzado a abrir sus puertos a las cañoneras americanas, ya era una potencia de primer orden, capaz de derrotar sin paliativos a los rusos en 1905, y comenzaba a comparecer en los mercados internacionales con artefactos con los que podía competir en calidad y precio con sus rivales europeos. En esas fechas, el presidente norteamericano Teddy Roosevelt ya sabía, con toda exactitud, que en Oriente había surgido un imperio capaz de hombrearse con las demás potencias occidentales.
Un fenómeno similar volvió a ocurrir tras la Segunda Guerra Mundial, cuando los japoneses efectuaron un cuidadoso análisis de las tendencias hegemónicas en la industria planetaria −entonces dominada de forma abrumadora por Estados Unidos− y salieron primero a aprender, luego a imitar, más tarde a innovar y −recientemente− a inventar. Así sucedió con la industria del acero, la construcción de barcos, automóviles y con la electrónica.
La vanguardia siempre la constituían unos ingenieros y técnicos japoneses dotados de unas inocentes cámaras fotográficas que visitaban los centros de producción más avanzados de Estados Unidos y Europa, para recabar la mayor cantidad de información posible. Luego seguía un esfuerzo por competir en precio, pero sometiendo los bienes producidos a un constante proceso de control y perfeccionamiento de la calidad hasta lograr objetos mejores y más baratos que los de Occidente.
Esa metodología, en la que se combinan la inteligencia industrial y la pasión por la excelencia, tuvo una muestra absolutamente clara en la Liason Office creada en Sillicom Valley por varias compañías japonesas que concertaron sus esfuerzos para aprender la tecnología electrónica. Y aprendieron tanto que hoy acaparan prácticamente todo el mercado de la electrónica, desplazando a la casi totalidad de las firmas europeas y a una buena parte de las americanas.
Un proceso muy parecido es el que se observa en los casos de Singapur, Corea del Sur, Taiwán y Hong-Kong después de la Segunda Guerra Mundial. Los cuatro dragones han realizado sus «milagros» económicos de manera diferente, pero todos ellos comparten ese rasgo presente en el Japón de la etapa Meiji o de la reciente postguerra: el previo consenso y la decisión sin vacilaciones de la clase dirigente de potenciar a la sociedad para integrarse en el menor plazo posible a la cabeza técnica y científica del mundo occidental. Los dragones podían disentir en las proporciones de intervención estatal que empleaban en la transformación de sus sociedades, o podían tener más o menos libertades políticas, pero todos coincidían en un aspecto fundamental: se inspiraron o imitaron sin rubor a los países líderes de Occidente, copiando su tecnología y ciencias punteras, como paso previo para la posterior creación autónoma. Todos tuvieron un clarísimo sentido de la dirección histórica, y todos intuyeron que el desarrollo de sus países se podía llevar a cabo en un periodo sorprendentemente rápido si no se perdía el norte de la helenización. El secreto estaba en imitar los rasgos más notables y las tendencias económicas y científicas más evidentes de la cabeza de la aldea global. Lo demás −la innovación y la invención− luego vendría por añadidura como consecuencia de enérgicos planes de investigación y desarrollo.
Curiosamente, algo de esto comenzó a hacer Turquía tras la Primera Guerra Mundial, bajo el bastón de mando de Kemal Attaturk, o España, tras la crisis de 1898 cuando, entre la intelligentsia peninsular acaudillada por Ortega y Gasset, hubo una súbita voluntad de «europeizarse» a paso rápido, pero la Guerra Civil de 1936 liquidó por cuatro décadas ese formidable espasmo creativo que ya se expresaba en el 60 florecimiento de las ciencias, el arte y la literatura españolas de manera extraordinaria.
En cualquier caso, América Latina −sus clases dirigentes−, exceptuando tal vez a la Argentina de fines del siglo XIX y comienzos del XX, o acaso, parcialmente, durante la larga dictadura de Porfirio Díaz en México, jamás ha sentido la urgencia de integrarse seriamente en el Primer Mundo, y −por el contrario− ha perdido muchísimo tiempo y esfuerzo en la búsqueda de una originalidad que confirme el carácter excéntrico y antioccidental de nuestro universo. El «estanciero» Rosas, Gaspar Rodríguez de Francia, las comunas fundadas por los jesuitas en Paraguay, la revolución mexicana, Perón, Castro, Velasco Alvarado, y el resto de los procesos o «caudillos» que han contado con gran apoyo popular y buena prensa en el extranjero, lo que generalmente han planteado no es la helenización y occidentalización cultural y económica de la región, sino la segregación de los países o del continente de su matriz occidental, invocando para esta mutilación una oscura especificidad que nadie alcanza a definir razonablemente, y a la que suele añadirse un gesto hosco y la presentación simultánea de un largo memorial de agravios históricos.
El difícil camino del desarrollo
La conclusión a que nos lleva el hilo de estos razonamientos tiene un anverso risueño y un reverso triste. La cara amable nos dice que no hay ningún impedimento metafísico que inexorablemente nos veda el camino al desarrollo y la prosperidad. La triste, nos subraya que no basta con balancear los presupuestos, reducir el perímetro y las funciones del Estado, controlar la masa monetaria, respetar las reglas del mercado y disfrutar de las ventajas de una estable democracia política amparada por un Estado de Derecho para instalar a nuestro universo latinoamericano en la proa de Occidente. Asimismo, tampoco es suficiente con asumir los valores de la ética protestante o intentar acercarse a los códigos culturales del mundo desarrollado. Todo eso −qué duda cabe− es conveniente, incluso hasta indispensable, pero no es suficiente para emprender el largo y accidentado viaje del desarrollo con mayúscula.
¿Por dónde, entonces, se empieza? Tal vez por persuadir a las élites políticas, económicas e intelectuales de nuestros países de la importancia de elegir decididamente y sin ambages el camino de la helenización a marcha forzada. Es decir, acercarnos como hicieron los japoneses en el siglo XIX, y como volvieron a hacer después de la Segunda Guerra Mundial, o como han hecho los míticos dragones recientemente, al corazón productivo de Occidente y descifrar la clave de sus tendencias dominantes para ir escalando, poco a poco, peldaño a peldaño, la intrincada ladera técnico científica que conduce a la prosperidad. Hay que entender, por supuesto, que lo que estamos proponiendo es, por una punta, una descomunal operación de aprendizaje y adquisición de conocimientos –el desarrollo es, en primer término, una consecuencia de la sabiduría–, esto es, una inversión masiva en capital humano, y por la otra, el establecimiento de un compromiso con los modos de producción, tensos, rigurosos y competitivos de las naciones líderes de Occidente, un Occidente que ya incluye, obviamente, buena parte de Asia.
Naturalmente, eso exige virtudes personales que, cuando se comparten por un número grande de ciudadanos, se convierten en rasgos colectivos: rigor, disciplina, puntualidad, seriedad en los compromisos, sujeción a las normas y el resto de los modos de comportamiento que se observan en ciertos pueblos «triunfadores» y que no suelen estar presentes en los más atrasados. Lo que nos indica que tampoco basta con averiguar qué hay que hacer para alcanzar el éxito, sino también cómo hay que hacerlo.
No ignoro que ante estos planteamientos de voluntaria transculturación de usos, costumbres y quehaceres, es legítimo preguntarse si no se estaría atentando contra la identidad esencial de los pueblos, pero eso me parece una peligrosa falacia en un mundo que inevitablemente se contrae y busca la uniformidad bajo el imperio de una indomable fuerza centrípeta presente en el planeta desde hace varios milenios. En todo caso, no se empobreció espiritual ni materialmente España cuando adoptó las catedrales góticas provenientes del norte de Europa, ni la doma, asentamiento y cristianización de los furiosos vikingos en Bretaña puede considerarse una especie de cruel etnocidio por los escandinavos actuales. De la misma manera que, felizmente, los atrasados habitantes de Taiwán, gracias a la transculturación pasaron, en una generación, del cultivo de arroz a la fabricación de chips y a la lectura atenta del Wall Street Journal, hecho del que los propios taiwaneses no parecen lamentarse.
¿Es posible en América Latina que los políticos entiendan que deben encaminar sus pasos hacia el Primer Mundo y abrir los cauces de participación a toda la sociedad para que pueda ocurrir ese milagro? ¿Es posible que nuestras universidades e institutos de investigación sintonicen la onda intelectual del Primer Mundo? ¿Es posible que los empresarios y financieros, en lugar de tratar de limitar un coto de caza privado se abran al mundo y a la competencia? ¿Es posible que nuestros estudiantes, en lugar de tirar piedras y aplaudir guerrilleros con pasamontañas, se dediquen a formarse técnica y científicamente? ¿Es posible que nuestros sindicatos entiendan que los intereses de los trabajadores se defienden en la cooperación y no en esa estúpida superstición de la «lucha de clases»? ¿Es posible que nuestros intelectuales abandonen el lamentable «victimismo» practicado por décadas de regodeo en el error y la infelicidad?
Las sociedades latinoamericanas −aparentemente con la alentadora excepción del Chile reciente− viven incómodas con el modelo de Estado en el que desarrollan sus transacciones, resentidas con la raíz cultural a la que pertenecen, fragmentadas en estamentos que se adversan con saña, y totalmente carentes de horizontes comunes. Necesitan, pues, ante todo, consenso, propósitos, metas claras; necesitan descubrir el qué hacer y el para qué hacer de los pueblos que han sabido situarse a la cabeza del planeta. Necesitan identificar el factor helénico e ir tras él con grandes ilusiones, lo
que puede ser un buen comienzo. Algo así como fue el Santo Grial para los cristianos soñadores del medievo.
La «elaboración» de los milagros
Supongamos, pues, que nuestros grupos dirigentes llegan, efectivamente, al consenso de que el camino del desarrollo de América Latina pasa por entender dónde está la cabeza de Occidente y deciden emular la forma en que ahí se crea la riqueza. ¿Cómo se lleva a cabo esta gigantesca tarea de ingeniería socioeconómica? ¿Cómo lo han hecho esos pueblos de Asia oriental a los que con admiración denominamos tigres o dragones?
En 1993 el Banco Mundial publicó un importante libro titulado The East Asian Miracle dedicado, precisamente, a describir la carpintería interior del impresionante crecimiento de esta zona del mundo, texto de cuyo resumen extraigo la siguiente cita: «los gobiernos deben cumplir cuatro funciones en relación con el crecimiento: asegurar inversiones adecuadas en recursos humanos, proporcionar un clima competitivo para la empresa privada, mantener la economía abierta al comercio internacional y apoyar una macroeconomía estable. Más allá de eso, es probable que los gobiernos causen más daños que beneficios».
Pero si bien «más allá» de ese intervencionismo moderado no es conveniente comprometer al Estado, «más acá», es decir, menos, tal vez no sería suficiente. O sea, el puro laissez faire de los liberales clásicos o el libérrimo juego del mercado ya no alcanzan, porque la complejidad de los procesos productivos modernos requiere que la sociedad, en determinadas circunstancias, busque en el arbitraje y la ayuda del gobierno la posibilidad de obtener ciertos logros.
Probablemente, la tecnología espacial o la nuclear no hubieran existido sin un Estado que estimulara su surgimiento. Algo parecido puede decirse del desarrollo de las comunicaciones, como demuestra la ubicua presencia de la red Internet o las transmisiones por satélites que no estarían orbitando el espacio sin una previa cohetería militar capaz de impulsarlos. El siglo XX vio cómo los heroicos descubridores e inventores individuales del tipo de Pasteur y Edison han dado paso a los descubridores e inventores «corporativos», inmersos en grandes empresas que dedican enormes sumas a la investigación para mantenerse vigentes en mercados constantemente estremecidos por innovaciones que enseguida deciden el curso de la economía. Fenómeno que nos indica que la pertenencia al Primer Mundo sólo puede lograrse si existe una cierta cooperación por parte de un sector productivo dispuesto a compartir o delegar en el gobierno la facultad de coordinar los esfuerzos creativos mediante el intercambio de información, administración pública de alta calidad, honrada convocatoria a concursos, y el establecimiento de mecanismos transparentes de consulta entre gobernantes y empresarios, con el objeto de mantener la sintonía entre el aparato productivo y las tendencias científicas y técnicas dominantes en el planeta, puesto que es obvio que el hallazgo o la invención de hoy tendrán mañana una determinante expresión económica.
No obstante, como también señala el citado estudio del Banco Mundial, el calco minucioso de la política de desarrollo de los dragones de Asia tampoco garantiza el éxito, melancólica conclusión que puede colegirse de esta frase del texto: «Lo que no hemos comprendido cabalmente es por qué los gobiernos de estos países han estado más dispuestos y en mejores condiciones que otros a experimentar y adaptarse; las respuestas a estas interrogantes trascienden los aspectos económicos e incluyen el estudio de las instituciones y los temas conexos de política, historia y cultura. La tarea del desarrollo se complica más bien que se simplifica al tomar estos aspectos en cuenta.»
¿Está dispuesta América Latina a escalar hasta la cabeza de Occidente? ¿Entendería que para ello −como han hecho todas las sociedades exitosas a lo largo de los siglos− tiene que emular al líder, e impregnarse de ese misterioso factor helénico que ayer, por un período, catapultó a árabes o turcos, y hoy está presente en japoneses, norteamericanos o chinos?
Es muy sencillo −y hasta puede ser grato− transferirles a los demás las responsabilidades de nuestro relativo fracaso, pero eso nos coloca fuera de la autoridad de la verdad. La tarea del desarrollo es muy difícil −es cierto−, y en ella se trenzan saberes, valores, actitudes y creencias, pero jamás ha sido fácil para pueblo alguno. La diferencia estriba en que en nuestros días hemos descifrado el mayor de los enigmas concernientes al desarrollo: y es que no hay, en verdad, secreto alguno; que no existen, en realidad, milagros.
domingo, 30 de junio de 2013
Democracia vs. Mercado
Oh, la Democracia, ese sistema organizado, pacífico, humanitario, en el que sumando la voz de todos llegamos a las mejores decisiones posibles.
Oh, el Mercado, ese caos implacable e impersonal en el que los fuertes ganan y los débiles son desplazados, empobrecidos aún más y abandonados.
¿Es así, no? .... ¿no?
Hagamos una comparación entre ambos...
----------------------
DEMOCRACIA
En una democracia sólo una parte de las personas votan, los ciudadanos de un territorio limitado por fronteras. Si la votación es voluntaria vota sólo una parte de la ciudadanía. Si es obligatoria el voto votan todos los ciudadanos, aunque una parte de ella no está informada.
La mayoría ganadora toma la decisión, excluyendo a la minoría, de seleccionar a unos pocos funcionarios, en quienes delegan enormes capacidades de decisión. Estos pocos funcionarios luego eligen unilateralmente a muchos otros funcionarios que deben seguir sus órdenes. Pero la mayoría de los funcionarios no son elegidos por los votantes que ganaron.
Este cúmulo de funcionarios tienen la potestad de tomar decisiones sin consultar ni a la minoría ni a la mayoría que ganó la elección. Estas decisiones afectan a todas las personas, a los que ganaron y a los que no, a los que votaron y a los que no. Es u grupo pequeño de personas tomando decisiones por el resto.
Si son malas decisiones afectan a muchas o todas las personas. Para poder corregir esto la ciudadanía debe gastar tiempo protestando con varios medios para que los funcionarios electos teman que no los vayan a reelegir. Si no hacen caso, sólo queda esperar años para elegir funcionarios que los reemplacen o que se les opongan efectivamente. Entre periodo y periodo se va la vida.
Y luego irán llegando las próximas generaciones, que muchas veces tendrán que afrontar los costos de decisiones en las que no fueron incluidos.
Si este delicado método de concentración de decisiones se manipula sólo un poco, el conjunto de la sociedad tiene cada vez más difícil salir de un bache.
-------------------------
LIBRE MERCADO:
Participan todos, independientemente de su capacidad de votar. Todas sus decisiones son libres siempre que no afecten a terceros. Deciden cuánto gastar y en qué, cuánto ahorrar, cuánto invertir y en qué, y con quiénes asociarse.
Cada acuerdo es considerado beneficioso por cada persona que participa en él, o se negaría a participar. Por tanto, cada acuerdo voluntario es mutuamente beneficioso. Y eso implica también que cada persona se esfuerza e identificar y satisfacer los deseos de otras personas.
La toma de decisiones es descentralizada por toda la sociedad, excediendo incluso las fronteras. El concepto de frontera le es ajeno al mercado. Sus dinámicas son universales.
Los riesgos son considerados por cada individuo, quien tiene muchos incentivos para considerarlos bien. Si consigue el éxito, recibe recompensas. Si no tiene éxito, carga con las pérdidas. Si causa daño a terceros, deberá compensarlos.
Si hay errores sus efectos no se esparcen por todo el sistema. También pueden corregirse en el acto, sin esperar años.
Y también puede ir a peor si se interviene en él desde el monopolio de la fuerza.
...
Con esto no digo que la democracia sea una herramienta perfectible y esencial para tomar algunas decisiones. Ni siquiera que no haya maneras de corregir los abusos de la representación. Lo que digo es que la santificación de la democracia y la demonización del mercado parte de una visión maniquea y dogmática que no resiste el más mínimo análisis. Las libertades políticas y las económicas dependen unas de otras, pero de la democracia no se desprende la libertad. La libertad política no puede existir sin algún tipo de democracia limitada, pero la democracia puede existir sin libertad política.
En resumen, éste es un recordatorio de NO EXISTE NI EL MERCADO PERFECTO NI LA DEMOCRACIA PERFECTA.
... pero los errores del libre mercado son menos graves y más fáciles de corregir.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)