lunes, 15 de julio de 2013

¿Argumentos morales para un mundo sin consenso ético?

En el mundo (mundillo) liberal/libertario siempre han existido cismas entre grupos que justifican su defensa de las ideas de la libertad en bases diferentes. Aunque hay muchas clasificaciones, hay una que es bastante englobadora: la que nos divide en Iusnaturalistas (o deontologistas) y Utilitaristas (o consecuencialistas). Creo que las razones que lo hacen a uno liberal son de índole personal y dan poca sustancia para un debate. Pero aunque el movimiento liberal/libertario es rico en convicciones, ha demostrado ser relativamente pobre en capacidad de persuasión. Y vale la pena preguntarse, ¿cómo comunicamos mejor nuestras ideas? ¿Cómo convencemos a los demás de los méritos de la libertad como valor político fundamental? ¿Es mejor hacerlo desde una perspectiva iusnaturalista, o utilitarista?

Sin duda, apoyar a una no signfiica excluir a la otra. Mas en la complementariedad, ¿cuál debe primar? ¿Cuál debe ser más fuertemente enfatizada? ¿Cuál es más eficiente a la hora de convencer? Yo me debato en este punto, no me parece fácil. Creo que es cuestión de experimentar a fin de identificar cuál approach es mejor para el interlocutor. Pienso que lo que llamamos 'liberales intuitivos' son más fácilmente convencibles con argumentos éticos. Sin embargo, la tarea es más difícil cuando se trata de persuadir al estatista convencido. ¿Cómo se logra esa proeza?

El blogger Al Verdi de QueNoTePisen.net cree fervientemente que los argumentos morales son superiores a los utilitarios. Yo tiendo al disenso. El principio más conocido y compartido en el mundo liberal es el Principio de No Agresión, tal como fue enunciado por Murray Rothbard (googlearlo si no se conoce). Y como pitch de ventas lo encuentro espectacular, porque es una gran síntesis de valores que muchas culturas comparten y por tanto es fácil de comunicar. Pero no pasa de ser una propuesta ética, necesariamente imperfecta. No es una conclusión del estudio de la Acción Humana, como pretende Hans Hermann Hoppe. No puede ser leído como un axioma, como también pretende Stefan Molyneux, porque no está libre de contradicciones internas y de problemas de puesta en práctica a los que no brinda soluciones. Y como bien dice Brink Lindsey, por suerte o por desgracia la vida es más complicada que el principio de no agresión.

Aún más importante es que aunque la gente suele compartir muchos valores morales, también suele disentir mucho respecto a los mismos. Usualmente una persona puede sostener valores morales contradictorios, o estos se pueden contradecir con su práctica. Esto sucede porque muchas veces los incentivos vencen a la moral. También porque muchos de esos valores que vemos como inmorales, ellos los perciben de forma contraria. ¿Por qué? Porque los evalúan según sus supuestos resultados. Por ejemplo, los socialistas creen realmente en la explotación, y creen que la intervención estatal en favor del trabajador es moral porque repara un mal histórico. Los mercantilistas y desarrollistas creen que el proteccionismo es bueno porque reduce la pobreza y crea más oportunidades para todos los de un territorio determinado, es decir, creen que es más moral.

Yo mismo, siendo liberal, siento escalofríos cuando escucho a alguien decir: "Incluso si yo supiera que el liberalismo no trae los buenos resultados sociales que trae, lo preferiría. Prefiero la libertad aunque no traiga responsabilidad, ni reducción de la pobreza, ni más paz." Perdón, pero en esto tengo que declararme fuertemente utilitarista... o simplemente que mi código ético apunta a lo que trae mayor bienestar a la mayor cantidad de personas lo más duraderamente posible. Si uno pudiera concluir razonablemente que algún paradigma socialista traería esa situación, lo apoyaría. Y lo digo con orgullo. Afortunadamente podemos dejar las hipótesis y volver a la realidad, y la realidad es que el enfoque utilitario me llevó al liberalismo y no me ha sacado de ahí. De hecho, he visto a muchos estatistas hacerse liberales o al menos abrirse a cierta afinidad hacia el liberalismo al oír argumentos utilitarios.



Con lo cual llegamos a la problemática, en mi opinión evidente, de que no existe tal cosa como el objetivismo ético. No podemos encontrar una "verdad ética" ni en los libros de Rothbard, ni en los de Rand, ni en los de Marx, ni en los supuestamente escritos por Dios. Al final no hay lugar a donde ir a comprobar lo que uno 'debe hacer' o lo que es 'bueno'. La verdad incómoda es que la moral es estrictamente subjetiva. Lo que es bueno para unos es malo para otros. Que lo que unos consideran injustificable otros lo consideran justificable y viceversa. Que nos condicionemos unos a otros no significa que, en última instancia, seamos nosotros los que conformemos nuestro código ético, consciente o insconscientemente. Y ante esta realidad encuentro mucho más productivo y eficaz encontrar los objetivos en común que comparten distintos grupos y señalar cuáles son los caminos más eficientes y menos riesgosos para alcanzar esos objetivos. Tanto el liberal como el estatista promedio quieren mayor bienestar para la mayor cantidad de personas, además de un sistema político que sea justo. Donde el liberal lleva ventaja y mayor poder de convencimiento, en mi opinión, es en mostrar las debilidades del pensamiento estatista y las fortalezas del liberal. Mostrar que con métodos liberales se llega mucho más fácilmente a los objetivos del socialista.

No quito que el discurso ético sea una gran herramienta para complementar esto. No hay duda de que el iusnaturalismo liberal es pujante, ha convertido a muchos, y ha mantenido el movimiento bien unido a pesar de los fracasos. Pero para mí llega a callejones sin salida mucho más rápidamente que el discurso pragmático. Incluso si se sostiene que hay una ética derivada de estudio de la realidad (como intenta demostrar Hoppe) esto es MUCHO más difícil de explicar que los méritos utilitarios de la libertad.



miércoles, 3 de julio de 2013

El Obstáculo Cultural

Recién participé de una de esas pequeñas disquisiciones intelectuales que se dan en Facebook (sí, además de puteos, memes, fotos de gatos y noticias frustrantes, hay momentos para pensar). Fue provocada por esta frase de Ludwig von Mises...

"Algunos etnólogos afirman que no se debe hablar de civilizaciones superiores e inferiores, ni considerar atrasadas a determinadas razas. Ciertas culturas, desde luego, son diferentes de la occidental que las naciones de estirpe caucásica han elaborado. Pero esa diferencia en modo alguno debe inducirnos a considerar a aquellas inferiores. Cada raza tiene su mentalidad típica. Es ilusorio pretender ponderar una civilización utilizando módulos propios de otras gentes...

Tienen razón tales etnólogos cuando aseguran no ser de incumbencia del historiador formular juicios de valor. Sin embargo, se equivocan cuando suponen que las razas en cuestión han perseguido objetivos distintos de los que el hombre blanco, por su parte, pretendió siempre alcanzar. Los asiáticos y los africanos, al igual que los europeos, han luchado por sobrevivir, sirviéndose, al efecto, de la razón como arma fundamental. Han querido acabar con los animales feroces y con las sutiles enfermedades; han hecho frente al hambre y han deseado incrementar la productividad del trabajo.

En la consecución de tales metas, sus logros son, sin embargo, muy inferiores a los de los blancos. Buena prueba de ello es el afán con que reclaman todos los adelantos occidentales. Sólo si los mongoles o los africanos, al ser víctimas de penosa dolencia, renuncian a los servicios del médico europeo, sobre la base de que sus opiniones y su mentalidad les hacen preferir el sufrimiento al alivio, tendrían razón los investigadores a que nos venimos refiriendo. El Mahatma Gandhi echó por la borda todos sus principios filosóficos cuando ingreso en una moderna clínica para ser operado de apendicitis."
- Ludwig von Mises, "La Acción Humana"

Coincido enteramente con Mises pero creo que le falta la mitad de la foto. Sin duda, la mayoría de las personas busca sobrevivir y procurarse muchas de las mismas comodidades materiales que queremos todos. Sin embargo, algunas personas y pequeñas comunidades sí se rehúsan a perseguir esos fines por medios que ya han demostrado ser los mejores. Son comunidades que han permanecido empecinadamente en el atraso, tanto material como cultural, a pesar de tener referencias y cercanía física con sociedades mucho más modernas (con lo malo y lo bueno que eso implica). No hablo solamente de tribus amazónicas, aldeas nepalesas y comunidades amish... hablo de todo el Tercer Mundo. Entre los muchos obstáculos que tenemos que vencer hay uno, intangible pero bien real, que es el de la misma cultura... una cultura de ideas y actitudes retrógradas.

Casi toda Latinoamérica (Argentina incluida) ha quedado rezagada frente a otras regiones que progresaron mucho más. ¿Cómo lo lograron? No sólo desarrollaron la libertad económica (la libre empresa, el libre comercio) sino que también adoptaron ciertos valores: una cultura de raciocinio, laicismo, tolerancia, emprendimiento, esfuerzo, competencia, innovación, responsabilidad, respeto por la propiedad ajena y autodeterminación. Todos estos valores florecen en un ambiente de libertad pero no llegan sólo con ella, y paradójicamente resultan imprescindibles para proteger la libertad y preservarla en el tiempo. A veces resulta imprescindible tenerlos primero para entonces poder reclamar libertad.

A esta interesante pregunta de cómo hacer cambios culturales profundos en la sociedad el escritor cubano Carlos Alberto Montaner dedicó todo un capítulo de su libro "No perdamos también el Siglo XXI", sobre la impronta del estatismo en América Latina. Me parece un capítulo interesante, polémico y provocador. Lo comparto acá para quienes se hagan estas preguntas igual que yo.

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LA EMULACIÓN DEL LÍDER Y EL FACTOR HELÉNICO
La identidad helénica

Si nos viéramos forzados a elegir unos pocos factores para explicar la aparición del desarrollo económico, tal vez habría que empezar por reivindicar la comprensión y la conformidad con la identidad occidental o helénica, advirtiendo que desde hace muchos siglos la supremacía se obtiene acercándonos al corazón del poder helénico −donde esté en ese momento preciso la cabeza de Occidente− absorbiendo sus características y tendencias dominantes, hasta conseguir formar parte de ese núcleo rector.

Me explico: como todos sabemos, pese a las lagunas existentes, hay una cierta continuidad y contigüidad cultural occidental que comenzó a gestarse hace tres mil años, primero en Mesopotamia, y luego en torno al Mediterráneo. Los griegos le dieron forma y sentido definitivos a esa civilización mesopotámica, a la que luego se adhirieron elementos tan importantes como el aporte étnico-cultural latino y la tradición espiritual judeo-cristiana, y −si se quiere− judeo-cristiana-islámica, porque israelitas e ismaelitas, como nadie ignora, eran primos hermanos que bebieron de las mismas fuentes religiosas.

Es a esa compleja amalgama grecolatina, documentada en cantos épicos, salmos religiosos, leyendas y verdades históricas, a lo que llamamos mundo helénico. Es a «eso» descrito, cantado y pensado por Homero, David, Arquímides, Solón,  Aristóteles, Platón, Estrabón, Mateo, Josefo, Julio César, Virgilio, Vitrubio, Horacio y otro centenar de viejos e indispensables nombres, a los que con el tiempo se añadieron San Agustín, Bacon, Tomás de Aquino, Leonardo, Newton, Freud o Einstein. Es decir, un mundo sintetizado por griegos y romanos, que hace varios milenios comenzó a forjar de manera Imperceptible, pero crecientemente arrolladora, esto a lo que hoy llamamos una «aldea global». O sea, una sociedad que comparte una común cosmovisión, y que uniforma poco a poco no sólo sus creencias y saberes, sino también la forma de enfrentarse a sus quehaceres: la manera de educarse, de curar a los enfermos, de gobernarse, de comunicarse, de producir bienes y servicios, y así hasta el infinito.

La primitiva «aldea global» alguna vez tuvo su embrionaria cabeza en Atenas, luego pasó a Roma, que se sirvió espléndidamente de los maestros griegos, más tarde, o coetáneamente, se desplazó a Bizancio, de donde irradió su grandeza a Damasco, a Bagdad o a la Granada y Córdoba musulmanas, trasladándose luego la capitalidad del helenismo a la corona de Carlomagno, en el año 800 de nuestra era, circunstancia que marca el definitivo desplazamiento de la supremacía del mare nostrum latino a las tribus germánicas helenizadas del norte de Europa, donde permanece hasta mediados del siglo XX, y de ahí, en nuestros días, en un lento proceso comenzado tras la colonización de América, al liderazgo norteamericano, primero en la costa atlántica, y ya perceptiblemente al Pacífico californiano.

Es obvio que en un texto de este tipo no podemos excedernos de la visión panorámica, pero sí es importante subrayar el hecho que ha sido la constante histórica del helenismo: todos los pueblos que alcanzaron una cierta hegemonía a lo largo de por lo menos los dos mil últimos años, han logrado su hazaña por un mecanismo de imitación o transculturación que decidida y casi siempre voluntariamente tomaba como paradigma la cabeza del mundo helenístico, los cánones y el modo de producción y administración entonces vigentes, y ahí, copiando primero y emulando después, conseguían dar un salto cualitativo, hasta lograr alzarse a la cima de la civilización.

Los árabes dejaron de ser una tribu sin gloria ni ventura, surgida del fondo del desierto, cuando se acercaron a Bizancio y aprendieron las claves del mundo grecolatino. Los turcos se transformaron en uno de los grandes imperios del planeta cuando detuvieron sus cabalgaduras y convirtieron Bizancio en Estambul, olvidando para siempre sus orígenes esteparios. Las tribus anglogermánicas desplazaron el centro de gravedad al norte de Europa, y pusieron fin a la imagen de ser los despreciados «bárbaros» de antaño, en el momento en que se helenizaron definitivamente durante el imperio carolingio, inaugurando una hegemonía «nórdica» que, tras un accidentado trayecto, llega hasta nuestros días, pese a los destellos aislados y fragmentarios de Venecia, Florencia o Génova durante el Renacimiento.

Naturalmente, en sus inicios, y durante muchos siglos, esa helenización no fue un proceso conscientemente diseñado por nadie, aunque con frecuencia resultara voluntariamente asumido, sino «algo» que se fue estructurando por medio de sucesos imprevistos que se encadenaban aleatoriamente en direcciones imposibles de predecir. No obstante, a partir de la Edad Media, del surgimiento de la ciencia empírica y de la aparición de máquinas cada vez más complejas capaces de medir el tiempo, aumentar la producción, orientar con precisión la navegación de los buques y mejorar el poder destructivo de los ejércitos, se fue haciendo patente que el centro del poder en el mundo helénico estaría allí en donde se dominaran la técnica y la ciencia con mayor intensidad, tendencia ya absolutamente apreciable entre los siglos XII y XVI, y demoledoramente obvia a partir de entonces.

¿Dónde ha estado el corazón de Occidente desde el siglo XVII? ¿Dónde la mayor cuota de prosperidad y riqueza? En Francia, en Inglaterra, en Holanda, en Escandinavia, en Alemania, y luego en Estados Unidos y Canadá, prolongaciones trasatlánticas de ese norte de Europa que comenzó a dirigir Occidente cuando Carlomagno, un franco, es decir, un germano que apenas hablaba en lengua romance, recogió el testigo grecolatino y buscó la sabiduría helénica con la ayuda de los frailes y monjas medievales. Sólo que a partir del siglo XVIII −mil años más tarde− surge y se afianza en el mundo helénico una pulsión, una urgencia hasta entonces desconocida: la del progreso.

El mundo grecorromano, que cuando se hizo cristiano, con Constantino, en el siglo IV, y por el siguiente milenio, tácitamente establece que el objeto de la civilización es la salvación eterna del alma, a partir del Renacimiento comienza a cambiar radicalmente sus objetivos y se abre paso la mundana convicción de que el propósito de la civilización no es salvar el espíritu para gloria de Dios, sino progresar en el orden científico y prosperar en el económico, definiendo ambas metas por el grado de confort, placeres y ocio que esos cambios en el modo de vivir le traigan a un número cada vez mayor de seres humanos. Esto son la máquina de vapor, las cosechadoras, los motores de combustión, los vehículos autopropulsados, las rotativas, los grandes telares, el tren, la iluminación, la refrigeración artificial, los envases al vacío, la telefonía, la aviación, la energía nuclear, las computadoras y hasta el último invento o hallazgo que hace la vida más grata, aún al precio de hacerla más compleja y −a veces− más peligrosa.

El helenismo a marcha forzada 

¿Qué tiene que ver esta disquisición sobre las claves del éxito en el mundo occidental o helénico con el atraso relativo de América Latina? Mucho, porque es probable que los latinoamericanos no nos hayamos percatado de estos importantísimos aspectos de la manera en que lo han hecho otros pueblos más alertas, y los mejores ejemplos, por contraste, acaso podemos obtenerlos de Asia.

En efecto, ¿qué fue, a vuelapluma, la Revolución Meiji decretada por los japoneses en 1867? Fue una orden, dada por el emperador, bajo presiones de la clase dirigente, para occidentalizar –helenizar– el país a toda prisa de acuerdo con los modelos norteamericano y, sobre todo, alemán. Y los objetivos que entonces se trazaron fueron absolutamente claros: adquirir a toda velocidad los conocimientos y la organización necesarios para comprender y fabricar las máquinas que aseguraban a quien las dominara la pertenencia al pequeño grupo de naciones que estaban a la cabeza del planeta. Los japoneses, o cierto puñado clave de japoneses, habían entendido o intuido dónde estaba el código de comportamiento que podía asegurarles el éxito.

Apenas una generación más tarde, aquel Japón, que a mediados del XIX se vio humillantemente forzado a abrir sus puertos a las cañoneras americanas, ya era una potencia de primer orden, capaz de derrotar sin paliativos a los rusos en 1905, y comenzaba a comparecer en los mercados internacionales con artefactos con los que podía competir en calidad y precio con sus rivales europeos. En esas fechas, el presidente norteamericano Teddy Roosevelt ya sabía, con toda exactitud, que en Oriente había surgido un imperio capaz de hombrearse con las demás potencias occidentales.

Un fenómeno similar volvió a ocurrir tras la Segunda Guerra Mundial, cuando los japoneses efectuaron un cuidadoso análisis de las tendencias hegemónicas en la industria planetaria −entonces dominada de forma abrumadora por Estados Unidos− y salieron primero a aprender, luego a imitar, más tarde a innovar y −recientemente− a inventar. Así sucedió con la industria del acero, la construcción de barcos, automóviles y con la electrónica.

La vanguardia siempre la constituían unos ingenieros y técnicos japoneses dotados de unas inocentes cámaras fotográficas que visitaban los centros de producción más avanzados de Estados Unidos y Europa, para recabar la mayor cantidad de información posible. Luego seguía un esfuerzo por competir en precio, pero sometiendo los bienes producidos a un constante proceso de control y perfeccionamiento de la calidad hasta lograr objetos mejores y más baratos que los de Occidente.

Esa metodología, en la que se combinan la inteligencia industrial y la pasión por la excelencia, tuvo una muestra absolutamente clara en la Liason Office creada en Sillicom Valley por varias compañías japonesas que concertaron sus esfuerzos para aprender la tecnología electrónica. Y aprendieron tanto que hoy acaparan prácticamente todo el mercado de la electrónica, desplazando a la casi totalidad de las firmas europeas y a una buena parte de las americanas.

Un proceso muy parecido es el que se observa en los casos de Singapur, Corea del Sur, Taiwán y Hong-Kong después de la Segunda Guerra Mundial. Los cuatro dragones han realizado sus «milagros» económicos de manera diferente, pero todos ellos comparten ese rasgo presente en el Japón de la etapa Meiji o de la reciente postguerra: el previo consenso y la decisión sin vacilaciones de la clase dirigente de potenciar a la sociedad para integrarse en el menor plazo posible a la cabeza técnica y científica del mundo occidental. Los dragones podían disentir en las proporciones de intervención estatal que empleaban en la transformación de sus sociedades, o podían tener más o menos libertades políticas, pero todos coincidían en un aspecto fundamental: se inspiraron o imitaron sin rubor a los países líderes de Occidente, copiando su tecnología y ciencias punteras, como paso previo para la posterior creación autónoma. Todos tuvieron un clarísimo sentido de la dirección histórica, y todos intuyeron que el desarrollo de sus países se podía llevar a cabo en un periodo sorprendentemente rápido si no se perdía el norte de la helenización. El secreto estaba en imitar los rasgos más notables y las tendencias económicas y científicas más evidentes de la cabeza de la aldea global. Lo demás −la innovación y la invención− luego vendría por añadidura como consecuencia de enérgicos planes de investigación y desarrollo.

Curiosamente, algo de esto comenzó a hacer Turquía tras la Primera Guerra Mundial, bajo el bastón de mando de Kemal Attaturk, o España, tras la crisis de 1898 cuando, entre la intelligentsia peninsular acaudillada por Ortega y Gasset, hubo una súbita voluntad de «europeizarse» a paso rápido, pero la Guerra Civil de 1936 liquidó por cuatro décadas ese formidable espasmo creativo que ya se expresaba en el 60 florecimiento de las ciencias, el arte y la literatura españolas de manera extraordinaria.

En cualquier caso, América Latina −sus clases dirigentes−, exceptuando tal vez a la Argentina de fines del siglo XIX y comienzos del XX, o acaso, parcialmente, durante la larga dictadura de Porfirio Díaz en México, jamás ha sentido la urgencia de integrarse seriamente en el Primer Mundo, y −por el contrario− ha perdido muchísimo tiempo y esfuerzo en la búsqueda de una originalidad que confirme el carácter excéntrico y antioccidental de nuestro universo. El «estanciero» Rosas, Gaspar Rodríguez de Francia, las comunas fundadas por los jesuitas en Paraguay, la revolución mexicana, Perón, Castro, Velasco Alvarado, y el resto de los procesos o «caudillos» que han contado con gran apoyo popular y buena prensa en el extranjero, lo que generalmente han planteado no es la helenización y occidentalización cultural y económica de la región, sino la segregación de los países o del continente de su matriz occidental, invocando para esta mutilación una oscura especificidad que nadie alcanza a definir razonablemente, y a la que suele añadirse un gesto hosco y la presentación simultánea de un largo memorial de agravios históricos.

El difícil camino del desarrollo

La conclusión a que nos lleva el hilo de estos razonamientos tiene un anverso risueño y un reverso triste. La cara amable nos dice que no hay ningún impedimento metafísico que inexorablemente nos veda el camino al desarrollo y la prosperidad. La triste, nos subraya que no basta con balancear los presupuestos, reducir el perímetro y las funciones del Estado, controlar la masa monetaria, respetar las reglas del mercado y disfrutar de las ventajas de una estable democracia política amparada por un Estado de Derecho para instalar a nuestro universo latinoamericano en la proa de Occidente. Asimismo, tampoco es suficiente con asumir los valores de la ética protestante o intentar acercarse a los códigos culturales del mundo desarrollado. Todo eso −qué duda cabe− es conveniente, incluso hasta indispensable, pero no es suficiente para emprender el largo y accidentado viaje del desarrollo con mayúscula.

¿Por dónde, entonces, se empieza? Tal vez por persuadir a las élites políticas, económicas e intelectuales de nuestros países de la importancia de elegir decididamente y sin ambages el camino de la helenización a marcha forzada. Es decir, acercarnos como hicieron los japoneses en el siglo XIX, y como volvieron a hacer después de la Segunda Guerra Mundial, o como han hecho los míticos dragones recientemente, al corazón productivo de Occidente y descifrar la clave de sus tendencias dominantes para ir escalando, poco a poco, peldaño a peldaño, la intrincada ladera técnico científica que conduce a la prosperidad.  Hay que entender, por supuesto, que lo que estamos proponiendo es, por una punta, una descomunal operación de aprendizaje y adquisición de conocimientos –el desarrollo es, en primer término, una consecuencia de la sabiduría–, esto es, una inversión masiva en capital humano, y por la otra, el establecimiento de un compromiso con los modos de producción, tensos, rigurosos y competitivos de las naciones líderes de Occidente, un Occidente que ya incluye, obviamente, buena parte de Asia.

Naturalmente, eso exige virtudes personales que, cuando se comparten por un número grande de ciudadanos, se convierten en rasgos colectivos: rigor, disciplina, puntualidad, seriedad en los compromisos, sujeción a las normas y el resto de los modos de comportamiento que se observan en ciertos pueblos «triunfadores» y que no suelen estar presentes en los más atrasados. Lo que nos indica que tampoco basta con averiguar qué hay que hacer para alcanzar el éxito, sino también cómo hay que hacerlo.

No ignoro que ante estos planteamientos de voluntaria transculturación de usos, costumbres y quehaceres, es legítimo preguntarse si no se estaría atentando contra la identidad esencial de los pueblos, pero eso me parece una peligrosa falacia en un mundo que inevitablemente se contrae y busca la uniformidad bajo el imperio de una indomable fuerza centrípeta presente en el planeta desde hace varios milenios. En todo caso, no se empobreció espiritual ni materialmente España cuando adoptó las catedrales góticas provenientes del norte de Europa, ni la doma, asentamiento y cristianización de los furiosos vikingos en Bretaña puede considerarse una especie de cruel etnocidio por los escandinavos actuales. De la misma manera que, felizmente, los atrasados habitantes de Taiwán, gracias a la transculturación pasaron, en una generación, del cultivo de arroz a la fabricación de chips y a la lectura atenta del Wall Street Journal, hecho del que los propios taiwaneses no parecen lamentarse.

¿Es posible en América Latina que los políticos entiendan que deben encaminar sus pasos hacia el Primer Mundo y abrir los cauces de participación a toda la sociedad para que pueda ocurrir ese milagro? ¿Es posible que nuestras universidades e institutos de investigación sintonicen la onda intelectual del Primer Mundo? ¿Es posible que los empresarios y financieros, en lugar de tratar de limitar un coto de caza privado se abran al mundo y a la competencia? ¿Es posible que nuestros estudiantes, en lugar de tirar piedras y aplaudir guerrilleros con pasamontañas, se dediquen a formarse técnica y científicamente? ¿Es posible que nuestros sindicatos entiendan que los intereses de los trabajadores se defienden en la cooperación y no en esa estúpida superstición de la «lucha de clases»? ¿Es posible que nuestros intelectuales abandonen el lamentable «victimismo» practicado por décadas de regodeo en el error y la infelicidad?

Las sociedades latinoamericanas −aparentemente con la alentadora excepción del Chile reciente− viven incómodas con el modelo de Estado en el que desarrollan sus transacciones, resentidas con la raíz cultural a la que pertenecen, fragmentadas en estamentos que se adversan con saña, y totalmente carentes de horizontes comunes. Necesitan, pues, ante todo, consenso, propósitos, metas claras; necesitan descubrir el qué hacer y el para qué hacer de los pueblos que han sabido situarse a la cabeza del planeta. Necesitan identificar el factor helénico e ir tras él con grandes ilusiones, lo
que puede ser un buen comienzo. Algo así como fue el Santo Grial para los cristianos soñadores del medievo.

La «elaboración» de los milagros

Supongamos, pues, que nuestros grupos dirigentes llegan, efectivamente, al consenso de que el camino del desarrollo de América Latina pasa por entender dónde está la cabeza de Occidente y deciden emular la forma en que ahí se crea la riqueza. ¿Cómo se lleva a cabo esta gigantesca tarea de ingeniería socioeconómica? ¿Cómo lo han hecho esos pueblos de Asia oriental a los que con admiración denominamos tigres o dragones?

En 1993 el Banco Mundial publicó un importante libro titulado The East Asian Miracle dedicado, precisamente, a describir la carpintería interior del impresionante crecimiento de esta zona del mundo, texto de cuyo resumen extraigo la siguiente cita: «los gobiernos deben cumplir cuatro funciones en relación con el crecimiento: asegurar inversiones adecuadas en recursos humanos, proporcionar un clima competitivo para la empresa privada, mantener la economía abierta al comercio internacional y apoyar una macroeconomía estable. Más allá de eso, es probable que los gobiernos causen más daños que beneficios».

Pero si bien «más allá» de ese intervencionismo moderado no es conveniente comprometer al Estado, «más acá», es decir, menos, tal vez no sería suficiente. O sea, el puro laissez faire de los liberales clásicos o el libérrimo juego del mercado ya no alcanzan, porque la complejidad de los procesos productivos modernos requiere que la sociedad, en determinadas circunstancias, busque en el arbitraje y la ayuda del gobierno la posibilidad de obtener ciertos logros.

Probablemente, la tecnología espacial o la nuclear no hubieran existido sin un Estado que estimulara su surgimiento. Algo parecido puede decirse del desarrollo de las comunicaciones, como demuestra la ubicua presencia de la red Internet o las transmisiones por satélites que no estarían orbitando el espacio sin una previa cohetería militar capaz de impulsarlos. El siglo XX vio cómo los heroicos descubridores e inventores individuales del tipo de Pasteur y Edison han dado paso a los descubridores e inventores «corporativos», inmersos en grandes empresas que dedican enormes sumas a la investigación para mantenerse vigentes en mercados constantemente estremecidos por innovaciones que enseguida deciden el curso de la economía. Fenómeno que nos indica que la pertenencia al Primer Mundo sólo puede lograrse si existe una cierta cooperación por parte de un sector productivo dispuesto a compartir o delegar en el gobierno la facultad de coordinar los esfuerzos creativos mediante el intercambio de información, administración pública de alta calidad, honrada convocatoria a concursos, y el establecimiento de mecanismos transparentes de consulta entre gobernantes y empresarios, con el objeto de mantener la sintonía entre el aparato productivo y las tendencias científicas y técnicas dominantes en el planeta, puesto que es obvio que el hallazgo o la invención de hoy tendrán mañana una determinante expresión económica.

No obstante, como también señala el citado estudio del Banco Mundial, el calco minucioso de la política de desarrollo de los dragones de Asia tampoco garantiza el éxito, melancólica conclusión que puede colegirse de esta frase del texto: «Lo que no hemos comprendido cabalmente es por qué los gobiernos de estos países han estado más dispuestos y en mejores condiciones que otros a experimentar y adaptarse; las respuestas a estas interrogantes trascienden los aspectos económicos e incluyen el estudio de las instituciones y los temas conexos de política, historia y cultura. La tarea del desarrollo se complica más bien que se simplifica al tomar estos aspectos en cuenta.»

¿Está dispuesta América Latina a escalar hasta la cabeza de Occidente? ¿Entendería que para ello −como han hecho todas las sociedades exitosas a lo largo de los siglos− tiene que emular al líder, e impregnarse de ese misterioso factor helénico que ayer, por un período, catapultó a árabes o turcos, y hoy está presente en japoneses, norteamericanos o chinos?

Es muy sencillo −y hasta puede ser grato− transferirles a los demás las responsabilidades de nuestro relativo fracaso, pero eso nos coloca fuera de la autoridad de la verdad. La tarea del desarrollo es muy difícil −es cierto−, y en ella se trenzan saberes, valores, actitudes y creencias, pero jamás ha sido fácil para pueblo alguno. La diferencia estriba en que en nuestros días hemos descifrado el mayor de los enigmas concernientes al desarrollo: y es que no hay, en verdad, secreto alguno; que no existen, en realidad, milagros.