miércoles, 21 de diciembre de 2011

La cívica de los monos libres



El texto que publico hoy aquí no lo he escrito yo. Lo notarán porque es de un estilo visiblemente diferente. Hace varios meses escribí una entrada de título "La Historia Oficial (parte I)" (http://abajoelblogueo.blogspot.com/2010/08/la-historia-oficial-parte-i.html)... que hablaba sobre el papel de los mitos en el control de una sociedad, de cómo las "historias oficiales" del poder inmovilizan a la gente, y de cómo la presión de pares, de un grupo, inmoviliza al individuo. Bueno, al menos quería transmitir eso. Que me haya salido es otra cosa. Pero sí he tenido la suerte de que me leyera un joven universitario cubano que vive en Cuba, y que se sintió motivado a escribir cómo se siente él en su realidad.

Es alguien indudablemente inteligente y con principios, y es un honor para mí publicarlo en su blog. No lo hago porque apoye su visión (aunque la mayor parte de lo que dice es acertado e innegable) sino porque es una visión necesaria y poco oída en el debate cubano en Internet. Entre tanto triunfalismo (de ambas partes) él ha sabido
ver que el principal obstáculo para cambios positivos en Cuba siguen siendo los propios cubanos, y que es difícil combatir tan rodeado de una ausencia de empuje, de una falta de apoyo tangible. Me ha recordado una frase de Ernesto Hernández Bustos, administrador del excelentísimo blog "Penúltimos Días", cuando dejó atrás todo triunfalismo de una Cuba post-castrista ideal, y le dijo al periodista Tracey Eaton:

"No, la verdad es que no sueño con volver a Cuba. Incluso, no estoy seguro de que una Cuba de futuro me interese como un lugar para construir mi vida. (...) Yo creo que Cuba es una sociedad hoy en día enferma. Y a nadie le gusta vivir en sociedades enfermas. También espero que sane, y hago todo lo posible para ello. Pero... no, no, no tengo el deseo."

Bueno, pues el autor de esta entrada no es tan pesimista. Quiere vivir en Cuba y no morir en el intento. Y no quiere cruzarse de brazos y esperar. Pero reconoce que es difícil. Muy difícil.

Y ya basta de preámbulo.



La cívica de los monos libres


“Mi decisión personal realmente es tratar de dejarme de comportar como si fuera un mono viviendo entre más monos. Realmente preferiría poder llegar al plátano y no morir en el intento. Ese es el verdadero mérito de cuestionar el conocimiento común. ¿Cuánto realmente sabemos sobre lo que está bien o no? ¿Cuántas lagunas existen en la Historia Oficial?
Se me ocurren unas cuántas.”


- Melkay, La Historia Oficial

Llámenme Elías si no les importa. Podría llamarme de otro modo, pero el seudónimo no esconde nada a los que quieren leer estas páginas, sino a otros.

Bien, sólo es preciso decir que soy un joven cubano -que vive en Cuba además- recién graduado de una carrera universitaria, trabajador, y que no asume el activismo político como tarea de vida. Así es como me he aproximado al ensayo magistralmente escrito por Melkay "La Historia Oficial" -claramente inspirador de este- y así es como intento discutir algunas ideas sobre el civismo y la nación cubana que me vienen dando vueltas en la cabeza desde hace algún tiempo. Además debo decir que en materia de política mis lecturas son escasas y por tanto me remitiré fundamentalmente al sentido común que he desarrollo en mi breve experiencia de vida.

Si le quieren poner la etiqueta de lo-que-piensa-un-joven cubano-sobre-su-realidad no me opondré, pero sé que las expectativas superarán el alcance que me he propuesto. Poner en claro ciertas ideas sobre mi posición política, sí, avivar los aires de revolución (con “r” minúscula de “real” y “radical”), no tanto.

Siempre me he enorgullecido de ser cubano, y aún más de permanecer en la Isla. Sufro de una penosa obsesión que me impone terminar lo que he empezado, o padecer largamente con una lista mental de tareas que pueden ir desde terminar de leer un libro hasta manejar adecuadamente una conversación incómoda con otra persona. Pero entre esos tan intrascendentes asuntos pendientes, se cuentan otros a los que le pongo el corazón. Ver cómo termina (o empieza) todo en Cuba después de más de cincuenta años (¿acaso poder participar de esa era?), es uno de esos asuntos. O sea que preferiría quedarme en Cuba y soportar un poco más. Como se dan cuenta esta actitud es pura aberración frívola de una persona que, gracias al sacrificio de sus padres –por fortuna éticamente legítimo-, no ha tenido que sufrir totalmente los desmanes de la realidad cubana (ni hambre, ni falta de techo, ni escasez extrema) pero hay que ser justo y contarlo todo.

Debo decir que hablo sólo por mí y de la forma más utópica posible; no intento imponer mis pretensiones a nadie, ni critico a nadie por no querer para sí lo que yo quisiera para mí. Entiendo a los que se van y muchas veces admiro su resistencia y su determinación, más aún si han sufrido las más elementales carencias. En definitiva, no estoy yo mismo seguro de que pueda ser siempre consecuente con el anhelo de quedarme en Cuba pese a todo, porque los análisis racionales y, aún peor, las necesidades materiales al final pueden más que un tirón en el pecho y una vaga idea fija; eso sí, puedo asegurar que será una decisión difícil.

A esa actitud inexplicable racionalmente –enteramente estúpida para resumir- se asocia otra que tengo en más estima: querer lo mejor para mi país y ejercer el derecho a mejorarlo.

(Que el lugar donde se habite mientras se practique ese derecho es completamente irrelevante a estos efectos, no tengo que decirlo: ahí está Melkay como ejemplo, con una entereza que no cabe en el nuevo país que habita. Ahora bien, es obvio que el altruismo total carece de verosimilitud y que inevitablemente uno quisiera ¿construir? un buen país para vivirle, no para observarle con nostalgia desde lejos.)

Levantar la mano, decir que discrepo, y dar mis razones.
No mantener una doble moral.

No sumarme a los gritos de Viva Fidel o Raúl o la Revolución, por creerlos contraproducentes e innecesarios, máxime cuando creo que esos nombres son causantes de la calamidad cubana. (Tampoco diría Viva Oswaldo Payá, o Manuel Cuesta Morúa, o Bertha Soler. Es cuestión de que pienso que la personalidad no debe imponerse demasiado sobre el movimiento que lidere, aunque la incompatibilidad ideológica cuenta, no digo que no.)

Votar en blanco en elecciones antidemocráticas, no sólo porque las opciones son pésimas sino porque el sistema electoral es antinatural y malintencionado.
Discutir sobre la necesidad del pluripartidismo, de la brevedad de una administración, del debate interno y la libertad de prensa, de tolerar la diversidad de opinión, en fin, del CAMBIO y de la construcción de una Cuba Nueva.
Eso es lo que hago.

Verán que son pocos menesteres. Y claramente que no significan ser patriota, eso exige de sacrificios mucho más abundantes y trascendentes, significan simplemente alcanzar cierto grado de compromiso con el entorno social, creer en un ideal civil y afirmarse en esa posición. A mí no me enseñaron en la escuela que todo eso también forma parte de la vocación cívica de una persona, en tanto es un derecho y un deber del ciudadano participar activamente en el mejoramiento de su sociedad. (Eso tuve que aprenderlo de más grande con mi propia familia.) Pero, una vez aprendido, sirvió de guía para mi conducta en lo referente a mi interacción con la política, en cualquiera de sus variantes, que en Cuba son muchas y muy diversas, con mayor o menor grado de importancia y de repercusiones.

He aquí que me propongo hacer este artículo –espero que un signo de cívica también- para precisar lo imperioso que resulta que el cubano medio tome las riendas de su mente y fije un norte, exento de cinismo o nihilismo, de manipulaciones externas, del curso no cuestionado de la inercia.

A menudo se suele poner atención a la superestructura y sus puntos flojos, al sistema, a la ideología, a la economía, a la política interior y exterior, etc. Pero es infrecuente, en el discurso de intelectuales comprometidos con Cuba, una breve mención a lo que piensan los cubanos como generalidad sobre estos temas. Como si las reformas pudieran estar destinadas solamente a la élite que resuena inmediatamente con el ideal que se defiende, como si no se temiese en lo absoluto a que el pueblo alcanzase la mudez permanente de tanto practicarla.

Creo que llegado a este punto conviene notar que es el imaginario colectivo, en términos de ideales políticos y sociales (por burdo que pueda parecer), y no un líder, el responsable de que un movimiento de liberación (o de revolución) marche invariablemente hacia su objetivo. Ese que muchas veces se llama ‘condiciones subjetivas’ en los escritos de Lenin, ese que suele atraer una atención menguante una vez que una personalidad se distingue entre las demás. Tal imaginario es lo más importante que existe para una nación que aspira a la prosperidad, no ya a la independencia, la autonomía, u otro tipo de cambio de orden político, porque la idea de bienestar social no la puede tener un solo hombre o dos o una generación sino todo un pueblo, para quienes está destinado en definitiva dicho bienestar.

Estoy en completo desacuerdo con la concepción de Aristóteles, que José Ingenieros respalda en El Hombre Mediocre, de que todo lo que existe tiende a alcanzar su estado de entelequia o de perfección absoluta. ¡Ojalá! He estudiado la Segunda Ley de la Termodinámica, y me consta que todo proceso por el que transite un sistema aislado tiende al desorden, a la desinformación, a la corrupción. Y con esta metáfora física, sobra la poética. (Todo proceso. Sistema aislado. Desorden, desinformación, corrupción. Más claro ni el agua.)

La desnaturalización de un ideal una vez noble, no es excepción. Sin la presión del pueblo que siente por ese ideal, este no podrá moldearse en la práctica ni atemperarse a los nuevos aires, y su manifestación sociopolítica no podrá someterse a enriquecedoras comparaciones con otras implementaciones del mismo ideal o de otros igualmente nobles.

La necesidad del cambio probablemente sea la idea más pisoteada por la Revolución, precisamente porque no se comprende. Como quien evalúa esta necesidad no es quien sufre las decisiones sino quien las toma… Se dice: “El sistema está bien porque funciona, y funciona porque está bien”. Y así sucesivamente. Y lo que no parece entenderse del todo es que funciona mal y evoluciona, como todo sistema que marche a despecho de su gente, hacia el desorden total. (Para no andar con los eufemismos que tanto critica Melkay en el periodismo cubano, aclaremos que estamos hablando de Fidel, Raúl, la ¿generación histórica se decía, no?, y los oportunistas y energúmenos de turno).

Una de las consecuencias más drásticas del sistema ha sido la deformación de la mentalidad de la gente, de sus intereses, de su ética, su moral y su cívica. Unido a la falta de espacios de debate, la censura y la represión, tendríamos una buena idea del conflicto cubano. Cero participación real del pueblo en decisiones políticas y, por ende, cero perspectivas de cambio. Esto lo juzgo más trascendente que cualquier crisis económica.

Ante todo, es natural que el cubano asuma con cierta indiferencia su realidad; no podría invertir emoción ni esfuerzos en mejorarla pues piensa que sería constantemente pisoteado y/o que perdería demasiado tiempo útil para suplir sus escaseces más cotidianas. No creo, como algunos teóricos de la conspiración, que la crisis cubana se mantenga porque se precise para sostener a la escuadra adecuada en el poder, pero es obvio, que una circunstancia como esta garantiza que el pueblo no proteste y se postergue indefinidamente la proposición de cambio y el cambio mismo. Quiere decir que los que no tienen nada que perder –los cubanos menos remunerados- se ocupan de sus insuficiencias más básicas, y los demás –¿alguien duda de la existencia de clases en Cuba?-, no quieren arriesgar lo poco que tienen. Punto.

Al final, un silencio atronador recorre las calles. El civismo mutilado se retuerce en las aceras, obligado a vivir de los pocos niños que ayudan a los viejecitos, y de los tontos spots televisivos que llenan los minutos libres de la programación.
Nadie se preocupa, nadie quiere entender. Y de la incluso noble –pero estúpida- incondicionalidad comunista sólo queda el nombre. En los que dicen ejercerla suele comprenderse un sentido del propósito: o caer bien y escalar, o pasar desapercibido y sortear los obstáculos. Lo cierto es que, para no ser absolutos, muy poca gente se siente entusiasta y esperanzada con el proceso revolucionario, con la próxima elección, con tal o cual asamblea… Pero lo que es peor, nadie tiene ideas alternativas.

Nadie que no sea comunista es otra cosa, le son ajenas las variadas posiciones en el cuadro de los sistemas políticos. Por supuesto que estoy hablando de mayorías. Ahí está el Movimiento Cristiano de Liberación, las Damas de Blanco, el Movimiento Libertad y Vida, los blogueros de la nueva generación con Yoani Sánchez a la vanguardia, etc. Pero esa disidencia organizada es minoría, y realmente no llega a la vida cotidiana de la gente. No sólo por desinformación, represión y censura (y las demás razones expuestas), sino porque a los cubanos, por idiosincrasia, nos cuesta alinearnos a un ideal y comprometernos.

Necesitamos de un hombre carismático de buenas intenciones que nos lidere, o de un sociópata que simule serlo, porque sí somos proclives a cultivar la personalidad. Precisamos de alguien que nos diga que las cosas van mal, y que esta o aquella vía las hará corregirse. Y eso, en los albores de este nuevo siglo, ya no es soportable.
Todo cubano debe pensar arduamente y actuar en correspondencia. Aunque se haya cultivado a sí mismo debiéndole a un partido su formación, esta sólo podrá estar a servicio de la sociedad toda, por más que el chantaje indirecto del partido o preconceptos personales de la fidelidad se interpongan en el camino.

Hay que pensar en Cuba. En una Cuba socialista, en una Cuba social-demócrata, en una Cuba liberal, o en otras, el tiempo y nosotros mismos nos encargaremos escoger la mejor variante. Eso sí, deberá pensarse en los paradigmas más antiguos del contrato social, los que adolecen de izquierdas y derechas, sobre todo en la justicia y el bienestar, y afirmarse bien en la posición que elijamos. Que no venga nadie a decirnos que un proyecto más humanista nos llama, porque habremos pensado en todos esos proyectos y tendremos una opinión al respecto.

De nuevo, esto no significa recrearse en una terquedad política que no nos permita votar en elecciones realmente democráticas -nada de democracia representativa ni de centralismo democrático…- por un presidente que no tiene exactamente nuestra misma opinión. Deberá juzgarse quién, o qué partido o qué ideología, se aproxima más a nuestros intereses y votar este. Si la infraestructura más general está bien construida no habrá dilaciones para la deposición del poder en casos problemáticos o al término de un mandato –porque las palabras vitalicio o dictador resultarán sumamente deleznables-.

Pero ese no es nuestro mundo por el momento. A nuestra Cuba le falta mucho; de todo un poco, en términos de educación, economía y política. Lo que sí no le faltan son hijos que sienten por ella.

Si llegásemos a entender algún día que todo lo que pueda hacer una persona común es de alguna manera influyente, nosotros los cubanos habríamos superado la mayor brecha hacia la libertad de Cuba.


- Elías Blaín